Capítulo 2
Entre mensajes y llamadas
el teléfono no paró de sonar en toda la mañana. Tras cada felicitación Amalia
intentaba recuperar su dispersa concentración, pero las horas pasaban y la
tarea se le hacía cada vez más difícil. Viendo el panorama mental y telefónico
de esa mañana, Amalia decidió relajarse y posponer el comienzo del trabajo para
el día siguiente. Un par de llamadas
fueron suficientes para rellenar el tiempo que se le había quedado libre. Iría
a ver a Luisa, que no podría estar con ellas por la noche, pero antes se
pasaría por la peluquería de Fernanda para darle una sorpresa.
Al verla aparecer, Fernanda, que estaba lavándole el pelo a un cliente extranjero, se puso a dar gritos de alegría. Con el entusiasmo de la sorpresa se acercó para abrazarla dejando al hombre con la cabeza llena de espuma. Este se reía con la sonrisa amplia de los que quieren ser amables cuando no comprenden lo que está sucediendo, una sonrisa que en el fondo expresa también la alegría de estar presenciando eso que no se termina de entender. Después del efusivo abrazo llegó el reconocimiento físico obligatorio. Fernanda la encontró guapísima, con el pelo estropeado, por supuesto, pero con la belleza subida y con algo nuevo en la mirada. Era como si de una belleza juvenil Amalia estuviera pasando a una belleza madura: los ojos grandes, marrones, mostraban más seguridad y los rasgos afilados de su cara parecían haberse vuelto más dóciles y accesibles. Los labios, muy perfilados y carnosos, también parecían estar más relajados y la mandíbula, más suelta. A Fernanda incluso le pareció que había ganado un poco de peso, algo que no le venía mal a su delgada figura. Definitivamente, el veredicto de Fernanda era muy positivo.
Cuando terminó su reconocimiento, al cliente extranjero, que seguía sonriendo, prácticamente se le había disuelto la espuma del cabello. Fernanda, como era evidente, no tenía más tiempo para entretenerse. Amalia se marchó dándole otro largo abrazo. Quedaron a las 9 donde siempre. Mientras tanto Amalia visitaría a Luisa.
Amalia y Luisa se conocían desde el instituto. Luisa era un año mayor que ella pero coincidieron en tercero de secundaria cuando la dirección del centro decidió asignarle ese curso a pesar de que por edad le correspondía estar en cuarto. Luisa, hasta ese momento, nunca había estudiado en ninguna institución educativa. Sus padres se habían encargado desde su primera infancia de su educación al completo. Cuando empezó a tener claro que quería ir a la universidad, se planteó la idea de comenzar a asistir a clases para acostumbrarse al ritmo y a la dinámica del aula. Por eso decidió matricularse. El centro, a pesar de la edad y los conocimientos que demostró tener en las diversas evaluaciones por las que pasó, le asignó el grupo de Amalia.
Cuando Luisa llegó a la clase, todos los chicos sabían que la nueva alumna nunca había ido a la escuela. Esto les provocaba una mezcla de admiración y envidia. Muchos esperaban que fuera un bicho raro y que, por haber estado sola todos esos años, no supiera cómo relacionarse. Nada más llegar Luisa dejó muy claro que no era ningún bicho raro y que a pesar de que le gustaba mucho aprender, era una más de ellos que también se quejaba de los profesores y de los deberes. Aunque sus quejas eran ligeramente diferentes a las de sus compañeros.
Luisa atendía a las explicaciones, reflexionaba sobre lo que escuchaba y preguntaba cualquier duda que le surgía. Le gustaba mucho leer por ello les pedía a los profesores que le recomendaran lecturas sobre los temas que estaba tratando en clase, en cualquier asignatura. Tenía una gran capacidad para la organización y trabajaba con regularidad, aunque la mayoría de las veces las tareas que tenía que hacer le resultaban engorrosas comparadas con las actividades que había realizado cuando estudiaba en su casa con sus padres. Allí, todo partía de ella y no tenían las divisiones horarias que había en el instituto. Estaban semanas enteras con Física para pasar luego a estar un mes trabajando con Plástica. Lo que estudiaba lo elegía ella según sus intereses y sus padres partían siempre de cosas que a ella le causaran curiosidad para después ir introduciendo lo que según el currículum una chica de su edad tendría que saber.
El día que Luisa llegó al instituto, la compañera de asiento de Amalia había faltado, motivo por el que la sentaron junto a ella. Sus padres le habían explicado en la medida de lo que recordaban cómo serían las clases tomando como ejemplo aquellas que recibieran ellos. Según lo que vivió Luisa esa mañana, las cosas parecían no haber cambiado mucho en los últimos veinte años.
Para Amalia era muy raro estar sentada al lado de una chica de 16 años que nunca antes había estado en un colegio. No sabía muy bien como comportarse, si explicarle cosas, quedarse callada, pasarle el horario, dejarle los libros, informarle de los trabajos que estaban haciendo o decirle las fechas de los próximos exámenes. No sabía si esta información le sería útil, si ya la sabría y entonces pensaría que Amalia era una tonta que se imaginaba que la tonta era ella, o si se lo agradecería. Fue finalmente su buena educación la que paralizó sus pensamientos y se sorprendió a sí misma ofreciéndole ayuda a su compañera en aquello que necesitara a lo largo de la mañana. Luisa la miró fijamente y, con un leve parpadeo, le agradeció su oferta. Desde ese momento no habían perdido el contacto.
Durante los años siguientes su relación pasó por épocas diferentes. Según las épocas por las que iban pasando se veían más o menos pero, a pesar de eso, siempre habían estado al tanto de lo que les estaba sucediendo. Para cualquiera de las dos era un alivio hablar con la otra. Cada palabra pronunciada por una llegaba allí donde quería que llegase. El tono, la mirada, el gesto les daba muchas veces más información que la parte lingüística. Las dos sabían que tenían mucha suerte por contar con alguien así a su lado. Su amistad era algo que ambas intentaban cuidar todo lo que una relación así merece.
Para evitar el calor de las primeras horas de la tarde en las calles de Colma, Amalia se ofreció a ir a casa de Luisa. Fue Andrés quien abrió la puerta del ático. Aprovechaba el momento de la llegada de Amalia para salir en dirección a su taller de pintura. Luisa la recibió tras él con un cálido abrazo. Acababa de levantase de la siesta casi obligada por el calor que estaba haciendo esos primeros días de julio.
-Amalia, ¡Qué bien verte! y verte tan pronto... -le dijo mientras la abrazaba.
-¡Cómo me alegro de haber venido a verte! -le correspondió Amalia-. Me dio tanta pena saber que no ibas a poder estar esta noche con nosotras...
-Lo sé, pero ya sabes... -añadió con tristeza Luisa- las bodas de plata de los padres de Andrés... -dijo mientras cerraba la puerta-. Venga, pasa -cogiéndola de la mano-, tenemos muchas cosas que contarnos.
Las dos amigas se dirigieron hacia el sofá esquinero del salón. La habitación era amplia, con dos balcones de madera oscura que daban al sur. En ese momento las persianas estaban bajadas y las contraventanas casi completamente cerradas lo que dejaba la habitación en una fresca y agradable penumbra para cualquier persona que entrara directamente del calor del asfalto. Se sentaron cada una a un lado de la esquina del sofá, viéndose las caras perfectamente y cogiéndose de las manos. Más que cosas que contarse, ambas querían confirmar con la mirada aquello que ya se habían dicho con palabras. Amalia las había tenido muy informadas de todo lo ocurrido en la Ciudad a través del correo. Luisa había leído todos los mensajes, algunos incluso más de una vez, por lo que estaba al corriente de todo. Pero aún así tenía urgencia de verla. Por un lado, para comprobar con sus propios ojos si aquella experiencia había calado en ella y, por otro, para darle la gran noticia.
Las dos notaron ligeros cambios físicos en la otra. Para otros ojos esos cambios hubieran sido prácticamente imperceptibles, pero ellas se conocían tanto que podrían descubrir la primera cana en el pelo de la otra.
Luisa secundó todo lo que Fernanda le había dicho a Amalia y ésta, a su vez, también encontró algunas diferencias en ella. Los rasgos de su cara se habían vuelto más redondos y tenía un brillo especial en el azul de sus ojos. Amalia se dio cuenta de que hacía poco que Luisa había visitado a Fernanda por el corte de pelo años 20 que tan bien le sentaba. Hicieron algunas bromas sobre la ondulación del flequillo rubio de Luisa que, a pesar de ser natural, parecía resultado de horas de peluquería. Amalia la encontró más estupenda que nunca, por no hablar de lo erótica que estaba con la bata de seda turquesa que se había echado por encima al levantarse de la siesta para recibirla.
Después de resaltar lo bien que se veían y de preguntarse por sus respectivas familias, Amalia comenzó a explicar lo contenta que estaba con el curso de su investigación. Pasar un mes en la Ciudad había sido fundamental para lanzarse a hacer la tesis sobre ella y los Amantes. Ahora solo faltaba que le concedieran la beca de investigación. Eso era lo que más le preocupaba en ese momento, más incluso que la redacción del trabajo.
Luisa la animó y le transmitió la seguridad que ella tenía en que conseguiría todo lo que se propusiera. Luisa, que no se parecía en nada a Fernanda, últimamente comenzaba a pensar que conocer la existencia de la Ciudad y descubrir su funcionamiento le podía hacer mucho bien a Amalia, un bien que iría mucho más allá de lo estrictamente profesional. Probablemente a todo el mundo le haría bien pasar una temporada en LCA y aprender de sus habitantes, pensaba Luisa, pero a su amiga le vendría especialmente bien. Ese era uno de los principales motivos por los que tenía tantas ganas de verla: por ver si ese lugar tan especial había calado aunque fuera ligeramente en ella. El otro motivo era para decirle en persona que estaba embarazada.
Al oír la noticia Amalia casi no pudo contener las lágrimas. Sabía que su amiga deseaba ser madre y que quería serlo joven porque no se contentaría con tener un único hijo. Andrés también quería ser padre así que la llegada del bebé era cuestión de tiempo. Estaba de ocho semanas. Lo supo a los pocos días de la primera falta pero quería esperar a tenerla delante para decírselo en persona. Ahora pensaba que el retraso había merecido la pena. Se sentía de maravilla. No tenía ninguno de los síntomas típicos de los primeros meses: ni vómitos, náuseas, mareos, nada. Únicamente se encontraba algo más cansada de lo habitual, a lo que el calor no ayudaba. Por el momento sólo quedaba esperar y desear que todo fuera bien.
Una vez dada la noticia, recibidos los abrazos y las felicitaciones, Luisa se dirigió hacia la cocina para preparar algún refrigerio. Ella tomaría una limonada que había hecho esa misma mañana -bien fresquita y con mucho azúcar, a ver si se me sube la tensión que este calor me tiene por los suelos-. Amalia, al pensar en la limonada se dio cuenta de que lo que le apetecía era una infusión de hierba buena también con azúcar, sin té, sólo hierba buena y azúcar. Al oír eso, Luisa la miró sonriendo y se acordó de algo que Amalia había escrito en uno de los primeros correos desde la Ciudad. Parecía que al menos algunas costumbres de los Amantes sí habían calado en su amiga.
Cuando Amalia se bajó del tren eran las 18:30h de la tarde del 6 de junio. Al poner los pies sobre el andén echó de menos por un instante a las tres amigas que la vez anterior, la primera vez que pisó la Ciudad de los Amantes, estaban con ella. Ahora le tocaría estar un mes sola por esas calles, durmiendo en la residencia de investigadores (RICA) en lugar de en el precioso hotel que encontraron en la Plaza de las Descalzas, en el barrio de los solteros, en pleno centro. Su nuevo alojamiento se encontraba en el barrio de los Amantes del conocimiento, barrio por el que apenas había transitado en su anterior visita. Entre las diferentes posibilidades que tenía para llegar allí desde la estación de trenes, eligió ir andando: la residencia quedaba, según le habían informado, a unos quince minutos.
Cuando llegó, la estaban esperando. Los recepcionistas se presentaron y le explicaron que siempre, entre las 8h y las 24h, habría dos personas en ese mostrador para ayudarla en todo lo relacionado con su estancia ahí. Fernando, el mayor de ellos, tras presentarse, se ofreció para enseñarle la residencia antes de dirigirla a su habitación. Amalia aceptó encantada. Le sugirió que dejara las maletas y que le preguntara todo lo que quisiera saber sobre el edificio o su historia durante el tour.
Fernando era un hombre de unos cincuenta años. Llevaba trabajando en la residencia desde los dieciocho y se declaraba completamente enamorado del edificio. A las pocas frases su simpatía se dejó ver: parecía un hombre al que le gustaba hablar con la gente y compartir unas risas en cualquier momento. De camino hacia el interior del edificio fue saludando a todas las personas que se encontraban y hasta tuvo ocasión de presentarle a Amalia algunos de sus compañeros investigadores.
Atravesando uno de los dos pasillos que comunicaban el edificio norte con el sur, Fernando le contó que en la Ciudad, desde que se estableció la Universidad, siempre había existido una residencia de investigadores de cuya filosofía era heredera la actual. -Al principio -le explicaba-, la residencia era únicamente para alumnos becados y allí se ofrecía alojamiento y pensión completa además de varias salas de estudio, bibliotecas y áreas al aire libre. Ahora, como usted sabe, hay un número de plazas que se oferta con becas y otro que se oferta pagando. Las becas incluyen, además de la manutención, un dinero mensual y no están restringidas a universitarios; también pueden acceder a ellas personas que estén realizando un proyecto de forma particular. ¿Cuál es su caso?
-Yo vengo de la Universidad de Colma. Estoy preparando mi tesis doctoral.
-Ah, viene usted de cerquita... -respondió con agrado-. Antes no venía mucha gente de fuera pero cada vez vienen de sitios más lejanos. Aquí se alojan representantes de todas las disciplinas, desde ingenieros haciendo su tesis, como usted, hasta dibujantes que solicitan una beca para preparar su próximo cómic. Cada vez hay más solicitudes y más gente que se queda fuera. Ya pasó una vez que el edificio se quedó pequeño. Fue cuando la residencia estaba situada en la actual Delegación de Educación. Esa fue su primera ubicación y hace cuarenta años la trasladaron aquí.
-Pero este edificio no tiene cuarenta años, quiero decir que no se construyó exclusivamente para la residencia, ¿no? -preguntó Amalia.
-Tiene usted razón. El edificio es de principios del siglo XX, modernista, como puede comprobar. Fue construido para ser una casa hogar además de escuela tanto para los niños que vivían aquí y como para los de las familias con pocos recursos de la Ciudad. Las aulas se han conservado y están aquí cerca pero, antes de verlas, le enseñaré la cocina. Es por la puerta que ve ahí a la izquierda. Al comedor se entra por esta puerta de aquí enfrente.
-El comedor es bastante grande, ¿qué capacidad tiene? -se interesó Amalia.
-Caben unas 60 personas, la mitad de las que se pueden hospedar. Ahora estamos en el edificio sur -continuó explicando Fernando-. La entrada está en el edificio norte y para pasar de un edificio a otro hay dos pasillos, el este y el oeste. Nosotros hemos venido por el oeste. Como habrá podido comprobar entre los edificios hay pequeños jardines a los que se puede acceder. El pasillo este es prácticamente igual, con grandes ventanales y arcos que dan a los patios y jardines interiores. Además, por la parte trasera del edificio tenemos un gran huerto, al que se accede por la cocina, y el jardín principal, al que se accede desde el comedor. Del huerto se saca gran parte de los productos con los que después se cocina, lo que significa que aquí se come bien, sobre todo si le gusta la verdura. ¿Le gusta a usted la verdura?
-Me encanta -le respondió gratamente sorprendida porque le hiciera la primera pregunta personal del tour-. No soy vegetariana pero me encanta la verdura y la fruta, es de lo que más como.
-Pues que sepa usted que aquí estos productos son de cultivo propio a la forma tradicional, así que ya me comentará si le gusta o no nuestra cocina. Perdone que le pregunte -continuó Fernando-, ¿es la primera vez que viene usted a la Ciudad?
-No, es la segunda vez. La primera fue hace un par de meses, pero estuve solamente tres días con unas amigas, así que no tuve tiempo para mucho.
-Pero seguro que tuvo tiempo para comer, ¿o estuvieron usted y sus amigas sin ingerir nada los tres días? -bromeó Fernando.
-No, por supuesto que no -contestó Amalia sonriendo. El comentario de su guía la animó a seguir con la broma y contestar con cierta ironía-. Probamos la comida y de hecho hicimos hasta tres comidas cada día, así que ya ve si nos gustó comer aquí...
-Así me gusta -contestó satisfecho-, que se alimenten bien, que están todavía en edad de crecer.
Tras la pausa gastronómica Fernando continuó el recorrido explicando que además de la biblioteca principal, que se encontraba al lado de la recepción, había una sala de ordenadores con impresoras y escáneres de uso común. Era la puerta que se encontraba frente a la cocina. -Lo único que tiene que hacer si quiere utilizarlos -le explicaba- es anotar en una de las hojas de control de uso el tiempo que ha utilizado el ordenador y el papel que ha consumido. Es simplemente para llevar un control, nada más. Si tiene usted necesidad de usar el material en un momento concreto puede reservarlo por adelantado. Además, están las antiguas clases que se han convertido en aulas de usos múltiples en las que se dan conferencias, talleres, conciertos, lecturas poéticas y cursos variados. Hay cinco salas de este tipo en total. Cuatro de ellas se encuentran aquí: dos con capacidad para cincuenta personas y dos diáfanas con suelo de parqué para actividades deportivas. El salón de actos con capacidad para trescientas personas se encuentra en el edificio norte, justo enfrente de la biblioteca.
Amalia estaba muy sorprendida, además de por la belleza del edificio en sí, por la actividad que había en lo que en ella se había imaginado un lugar más bien anodino. Comenzaba a sospechar que su idea de lo que iba a ser estar en la residencia podría estar equivocada.
Cuando habían pasado por todas las áreas comunes de la primera planta del edificio sur subieron a ver las habitaciones. Una vez arriba, Fernando continuó explicándole como estaban distribuidos los antiguos dormitorios de la casa hogar.
-Como puede comprobar, esta planta está dividida en dos partes por un pasillo central, al igual que en la planta baja de la que venimos. Antiguamente, cuando el edificio era una casa hogar, toda la planta estaba dividida en seis áreas o alas: oeste, central y este a cada uno de los lados del pasillo. En ellas se distribuía a los niños por edades, los niños en el edificio sur y las niñas en el edificio norte, cuya distribución era y es exactamente igual a esta. En el centro de cada ala estaban los baños comunes y las habitaciones de los cuidadores y profesores que eran tanto hombres como mujeres. Cada planta fue reformada y se unificó el espacio para hacer habitaciones individuales con baño propio sin diferenciación por sexos. En la parte que queda entre los pasillos que comunican el edificio norte y el sur hay tres salas de estar con televisión, mesa comedor, sillas, varios sofás y juegos de mesa. Es un espacio muy utilizado sobre todo en invierno para las sobremesas tanto del medio día como de la noche.
-Entonces -quiso recapitular Amalia-, las habitaciones del otro edificio están dispuestas de la misma forma que en este.
-Exacto. Iremos hacia allá después de ver la planta baja del edificio norte. La suya se encuentra allí. Está en una de las esquinas y es de las pocas en toda la residencia que tiene tres ventanas: una está orientada al sur y dos hacia el oeste, ¿qué le parece?
-Eso significa que tendré sol por la mañana no muy temprano y por la tarde, ¿no?
-Así es -confirmó Fernando.
-Me parece perfecto -concluyó Amalia encantada con el hecho de que le hubiera tocado una de las pocas habitaciones de la residencia con tantas posibilidades de ver el mundo exterior.
Ella y su acompañante se dispusieron a bajar por las escaleras del pasillo este que también daba al jardín central. El edificio, por lo que Amalia estaba observando y por la descripción de Fernando, era mucho más grande y laberíntico de lo que se había imaginado por las fotos de la red. Lo que más le había llamado la atención de momento eran los grandes ventanales en forma de arco de los pasillos que comunicaban ambos edificios. A través de ellos se divisaban todos los jardines interiores.
-¿Cuántas habitaciones dice que hay? -le preguntó a Fernando-. Lo leí en la página web pero no consigo recordarlo.
-120 exactamente, 60 en cada edificio, y todas son individuales. Pero, como podrá comprobar, por aquí no sólo andan los que se hospedan sino que se mueve mucha más gente. La biblioteca está abierta para uso externo, además de que continuamente se están realizando cursos, jornadas o conferencias completamente abiertas. Este de aquí es el salón de actos -le mostró Fernando señalando la puerta que se encontraba a su derecha nada más llegar a la recepción- y, enfrente, la biblioteca que ahora mismo está cerrada. Abrirá mañana de 9 a 18 h. por ser domingo. Es el horario de los fines de semana. El resto de días está abierta de 8 a 22 h. Aquí, delante de usted-dijo señalando su maleta-, su equipaje.
Habían llegado al punto de inicio del recorrido. Ya sólo faltaba recoger las maletas e ir hacia su habitación. Esta vez para subir tomaron las escaleras del pasillo oeste, las más directas. Al llegar a la puerta de su dormitorio, Amalia le agradeció a Fernando muchísimo sus explicaciones y se esforzó por expresarle su positivo asombro.
-Me da que un mes aquí se le va a quedar corto para la tesis doctoral... - auguró el hombre con una sonrisa burlona.
-Probablemente -corroboró Amalia con otra sonrisa-. He solicitado la beca de investigación, a ver si la consigo y puedo venirme más tiempo. ¿Cree usted que con un año tendré suficiente? -le preguntó curiosa por su respuesta.
-Depende, siempre depende de hasta dónde quiera usted llegar... -le contestó guiñándole un ojo mientras deshacía el camino andado.
Ante este gesto, Amalia volvió a sonreír. Con la sonrisa todavía presente en su expresión, le agradeció nuevamente su ayuda y le dio las buenas tardes. Al entrar en su habitación y mirar por la ventana, Amalia pudo orientarse y hacer un plano aproximado del edificio y de dónde se encontraba su habitación en él. Mirando hacia uno de los patios interiores que se veían desde la ventana sur, Amalia fue consciente de que estaba encantada de estar donde estaba y muy emocionada por todo lo que le quedaba por vivir entre esa multitud de paredes, amplios pasillos, ventanales y cristaleras.
Miró el reloj: eran las 19:50h. Comenzó a sacar sus pertenencias. En 20 minutos lo tenía todo colocado. Llevaba poco equipaje. La ropa, al ser de verano, ocupaba poco espacio. Lo que más ocupaba era el portátil.
Se duchó rápidamente y en 15 minutos estaba en el comedor con un hambre devorador. Eran más de las 20:30h. Al entrar se encontró con un servicio de bufé y una serie de mesas en hileras en las que no había mucho espacio libre. Amalia dio por hecho que aún había gente cenando pero al observar algo más de cerca las mesas se dio cuenta de que la mayoría de ellos no tenía platos ni bandejas, sólo un vaso de cristal alargado con algo dentro y un líquido verde. -Será que en lugar de hacer la sobremesa en las salas de estar prefieren quedarse aquí- pensó Amalia mientras se acercaba a la barra acordándose de que Fernando no le había explicado cómo funcionaba el comedor. Allí encontró cajones con bandejas, cubiertos, servilletas de tela, pan y vasos apilados por separado. Cogió uno de cada, menos pan, puso la bandeja sobre el mostrador y comenzó a pasarla por delante de los diferentes platos. En ese momento una mujer de unos sesenta años con delantal blanco se acercó por detrás de la comida hacia donde se encontraba ella. Antes de explicarle el funcionamiento se presentó. Era Soledad, una de las camareras y encargadas del comedor. Amalia le correspondió diciéndole su nombre y explicándole que acababa de llegar. Soledad le dio la bienvenida y le explicó que esa noche había ensalada, sopa de almendras y dos platos principales diferentes entre los que podía elegir uno: rape a la plancha o pastel de berenjenas. Cada comida, le explicaba Soledad, tendría la misma distribución: ensalada, un tipo de sopa y un plato principal a elegir entre dos. Una de las opciones sería vegetariana. Además incluía postre, agua y una infusión. Amalia pensó entonces que la mayoría de gente que quedaba en el comedor se estaría tomando la infusión y le preguntó a Soledad de qué tipo era. La mujer la miró con algo de extrañeza antes de contestarle que era de hierba buena.
-¿Té con hierba buena? -quiso aclarar Amalia
-No, sólo hierba buena. Hierba buena con azúcar.
•
Amalia fue la primera en llegar al Tapis. La tarde con Luisa había sido muy placentera. Además de las bebidas, habían tomado bizcocho de chocolate con miel, nueces y naranja, la especialidad de la repostería de Luisa y la favorita de Amalia. La merienda la habían aderezado con las ilusiones y los miedos que ambas sentían en esos momentos de sus vidas: Luisa con todo lo que suponía traer una nueva vida al mundo y, Amalia, con su proyecto en La Ciudad de los Amantes del que ya podía intuir que la llevaría hacia un camino de búsqueda e investigación personal.
Las horas de la tarde pasaron sin casi notarlas y pronto llegó el momento de la despedida. Antes de despedirse hablaron de la posibilidad de hacer alguna escapada todas juntas a algún lugar cercano. Para Luisa era el momento adecuado, antes de que la barriga le creciera y tuviera más trabajo.
El Tapis era el bar de reunión por excelencia de Amalia y sus amigas. Estaba situado en la Plaza Campoamor y los dueños eran una pareja de hermanos amigos de María. Para esa noche les habían reservado una mesa en la plaza. Iban a ser sólo cuatro, las cuatro que Amalia quería tener con ella el día de su cumpleaños: Fernanda, María, Diana y ella.
Al llegar al bar, Amalia se acercó a saludar a los dueños. Aunque no eran amigos estaban al tanto de su viaje y de su cumpleaños. Mostraron mucha curiosidad por la investigación de Amalia y le desearon mucha suerte.
El bar, después de sus dos primeros años de funcionamiento, se había convertido en un lugar bastante popular de cenas y comidas ligeras. Lo que lo caracterizaba era que de todos los platos que ofrecía se podía pedir cualquier cantidad. En la carta venía el precio de cada plato por persona, teniendo en cuenta que la cantidad ofrecida por persona era la de una tapa. De esta forma, todos los platos pedidos se convertían en raciones para compartir y todos acababan comiendo de todos. Otra característica que pocos bares tenían en Colma es que había una gran variedad de platos para todos los gustos, creencias, estados de salud y alergias. Tenían dos tipos de cartas. En una se encontraban los platos presentados en secciones para ovo lácteo-vegetarianos, veganos, carnívoros, y celíacos. En la otra carta, los mismos platos se presentaban según los efectos que causaban en el organismo: reconstituyente, energizante, digestivos, depurativos y relajantes. Esta carta era lo que había ido haciendo que cada vez más gente se acercara a la plaza Campoamor buscando una comida acorde con lo que su cuerpo necesitara.
La segunda en llegar fue Diana. Apareció al poco de sentarse Amalia en la terraza por detrás de ella dándole un pequeño susto. Esta se incorporó mientras se quejaba del susto que le había dado y, una vez de pie, se abrazaron con fuerza dando pequeños saltitos.
Diana y Amalia se conocieron en Consultatec. Era la jefa de su departamento y, a pesar de que era unos años mayor que ella, desde el principio entablaron una buena relación. Juntas no parecían tener mucho que ver. Diana era una mujer de 35 años, baja y de caderas anchas, con cara y porte muy elegantes. Siempre iba vestida a la perfección y cuidaba hasta el último detalle de su apariencia. Era del tipo de mujeres que combinan el bolso con los tacones y que siempre, fuera invierno, lloviera o tronara, iba con faldas rectas hasta la rodilla. A veces cambiaba las faldas por un vestido, pero nunca, hasta la fecha, Amalia la había visto con pantalones. Su media melena morena era una pieza de admiración para Fernanda.
Lo primero que Diana hizo fue felicitarla. -Veintisiete años ya, ¡madre mía! ¡Cómo pasa el tiempo!
Después le recordó lo blanca que estaba -Ya podías haber ido a la playa, bonita, ¿qué has hecho en Ávera? ¿Todo el rato en el salón de tu casa?
-Pues claro -respondió Amalia-, para eso he ido, para ver a mis padres y estar con ellos -añadió riéndose de las inconfundibles preguntas de su amiga.
-Cuando una va a la costa tiene que sacar algún momento para el sol, no se le puede hacer ese feo al astro rey, mi amor -le contestó entre regañándole y dándole un consejo de todo corazón.
Las dos se sentaron y Diana no tardó mucho en preguntar lo que más le interesaba.
-Oye, sabes, porque te lo he dicho, que he leído todos tus correos, pero entre tantas cosas y detalles hay una información que me falta.
-No, Diana, no he conocido a ningún chico -le contestó Amalia que la veía venir con el mismo tema de siempre.
-Pero bueno, tú no cambies, hija, no cambies. ¿Cómo es posible que en un mes en una residencia repleta de gente no hayas conocido a ningún tío?- le preguntó entre indignada, sorprendida y resignada. De sus amigas más íntimas, Diana era la que le daba más importancia a las relaciones con los hombres. Al menos, era la que más hablaba del tema. Para ella, Amalia tenía demasiado amigos, pocos pretendientes y menos roces. Menos amigos y más contacto era lo que solía decirle Diana. A Amalia su preocupación le hacía gracia ya que ella no lo veía de la misma manera. Era cierto que nunca había tenido grandes historias de amor. De las que había tenido, la mayoría habían sido más imaginaciones que verdaderas relaciones y últimamente ni eso. -Antes, por lo menos -se quejaba Diana-, nos llegabas con que te gustaba menganito pero que él estaba con alguien, que acababa de terminar con su novia de toda la vida o que era tan tímido que no había manera de saber si le gustabas o no. Pero desde hace un tiempo, ni eso, mi vida, y para mí que no es natural -le decía cada vez que sacaban el tema.
-Claro que he conocido a hombres en la residencia -le respondió Amalia con voz cansina-, a muchos, pero no ha habido nada con ninguno. No ha surgido nada y creo que no hay que darle más vueltas -le contestó Amalia bastante tranquila, intentado relajar a su amiga y quitarle hierro al asunto-. Ya sabes -continuó- que si a mí no me entra por los ojos...
-No te entra por ningún otro lado -le interrumpió Diana-. Eso ya lo sabemos -continuó diciendo a la vez que se reía.
-¡Qué burra eres! -le contestó Amalia riéndose también-. Con lo elegante y delicada que eres, si alguien te oyera hablar así...
-Se daría cuenta de toda la riqueza y variedad de mujeres que hay dentro de mí -le cortó de nuevo-, y de hombres también, que una es muy mujer y a veces también muy hombre -siguió-. Y volviendo a tu no relación con los hombres -enlazó Diana que no quería dejar pasar el tema ni ocupar ella el centro de la conversación-, ¿tú te has puesto en relación con ellos para que pueda surgir, como tú dices, algo? Si no te relacionas, si no te dejas enamorar, no va a surgir nada, mi amor, nada de nada.
-Claro que me he relacionado con ellos, Diana... -respondió Amalia con muestras de no querer volver al tema- si hasta he hecho un par de amigos.
-No, si ya sé yo que problemas en hacer amigos no tienes -le inquirió.
-Lo único es que no me ha gustado ninguno, no me ha atraído ninguno, y entonces ¿qué quieres que haga? -le preguntó con un poco de desesperación.
-Dejarte enamorar, mi amor, dejarte enamorar -pensó Diana, pero no lo dijo. No quería seguir con la conversación. El tema empezaba a entristecerla y no quería ponerse así nada más ver a su amiga. Ella veía clarísimo que Amalia no sabía o no podía dejarse enamorar. Tenía que tenerlo todo bajo control, saber lo que le ocurriría en cada momento y decidir incluso el hombre del que se enamoraría, lo que le impedía, según Diana, sorprenderse de pronto enamorándose de alguien que no tenía previsto. Pero ella aún no había conseguido hacerle entender eso. Si Amalia no quería verlo, por mucho que se lo mostrara, no conseguiría gran cosa.
-Bueno, no te gustó nadie, pero estás contenta ¿no? -dijo finalmente intentado cerrar el tema que siempre empezaba y terminaba ella.
-Mucho, y con muchas ganas de volver. Si me dan la beca tenéis que venir a verme ¿eh?
-Por supuesto, te crees tú que voy yo a perder la oportunidad de probar a uno de esos de los amantes flechados. ¡Ni loca, vamos!
Al decir esto las dos se echaron a reír. Amalia sabía perfectamente que si Diana la visitaba acabaría teniendo alguna aventura con alguien. Para lo que Diana conseguía en un par de horas, Amalia necesitaba un par de meses, como mínimo. A pesar de ser tan diferentes a Amalia le encantaba Diana y se reía muchísimo con las historias de amor en las que se metía. Era, sin duda, la que tenía una vida sentimental, e incluso se podría decir que sexual, más movida de sus amigas, eso sin tener pareja fija.
-¿Se puede saber a qué vienen esas risas? -preguntó Fernanda que había llegado justo por detrás de ellas acompañada por María.
-Os hacíamos metidas en una discusión de esas amorosas que tenéis vosotras sobre por qué no te enamoras, Amalia -continuó María.
-Esa ya la hemos tenido, cariño, y es justo así, con estas risas, como la hemos terminado -respondió Diana mientras Amalia se levantaba y saludaba con besos y abrazos a las dos recién llegadas.
Tras las frases y los comentarios de saludo las cuatro se sentaron. Amalia estaba muy contenta. Desde que había llegado el día anterior a Colma había tenido tiempo para verlas a cada una de ellas a solas antes del encuentro grupal, aunque sólo hubiera sido para darse un abracito, como en el caso de Fernanda, o para tener a solas la misma conversación de siempre con nuevas risas como final, como le acababa de pasar con Diana. Con María también había tenido la ocasión de estar a solas. Había ido a recogerla a la estación de trenes cuando llegó a Colma desde la de casa de sus padres en Ávera. Las dos habían sido compañeras de piso durante cinco años y ese había sido el primer mes que pasaban separadas desde entonces. Allí mismo, en la estación, se tomaron un helado y tuvieron un tiempo para hablar.
Nada más sentarse, Javier se acercó y les preguntó si tomarían lo mismo de siempre o querían mirar la carta. Las cuatro se miraron y le confirmaron que tomarían lo mismo de siempre: la ensalada y varias cremas para untar con pan.
Mientras la comida llegaba, Fernanda y María tuvieron tiempo para ponerse al día de la vida de Diana, de la que no habían sabido nada durante el mes que Amalia había estado fuera. A los pocos minutos la conversación se mezcló con la salsa vinagreta de la ensalada y con las cremas de berenjenas, huevas y lentejas a las que eran prácticamente adictas. Alguna vez habían pedido algún que otro plato diferente, por probar cosas, nuevas pero a pesar de que todo estaba muy rico, no había nada que para ellas superase las cremas a las que siempre acababan volviendo. A veces pedían algún plato más pero esta noche querían guardarse un espacio libre para la tarta que Fernanda y María se habían encargado de traer. Este año era de limón y menta, una combinación un poco extraña para una tarta, pero pensaron que a Amalia le podía gustar ya que, según habían podido comprobar, en el último mes se había vuelto una adicta a la hierba buena.
La tarta salió a la terraza de manos de Javier con 27 velas encendidas y al son de cumpleaños feliz. Al acabar la canción, Amalia las sopló todas de una vez y pidió un deseo que no necesitó ser dicho para que todas supieran cuál era. Entonces María descorchó el champán y sirvió una copa para cada una.
-Por tu investigación, por que consigas la beca y por tu próximo año en La Ciudad de los Amantes -brindó María.
-Por Saturno, el renacer y los cambios que se te avecinan -brindó Fernanda.
-Por que el amor entre en tu vida -deseó Diana.
En ese momento en el que sus amigas le brindaban sus mejores deseos, Amalia echó de menos uno, el de Cristina. -Por que llegues a ser una gran Amante - le parecía estar escuchando en su característica voz rota de tanto amar con las palabras.
Tras este último deseo llegado directamente de la Ciudad, Amalia cerró el círculo brindado por todo lo dicho y por ellas. No pudo decir nada más. Ninguna palabra más se atrevió a salir de su boca. Las lágrimas, aunque se asomaron, decidieron no emerger y quedarse dentro para otra ocasión. Lo que sentía en el pecho era algo muy grande pero su garganta estaba tan obstruida que no consiguió hacerlo salir de ninguna forma. Entonces no le quedó otra que levantar la copa y las cuatro brindaron al unísono. Que así sea.
El cuarto día de su estancia en La Ciudad de los Amantes, Amalia se levantó con pocos ánimos para entregar los papeles de la beca.
En esos días había empezado la búsqueda de material bibliográfico y hasta el momento no había conseguido nada que realmente la ayudara. Había consultado en los catálogos de las bibliotecas más importantes de la Ciudad y allí no había encontrado nada que no hubiera encontrado en Colma. También había tenido la oportunidad de entrevistarse con Gerardo Álvarez, profesor del Departamento de Antropología de la Universidad y conocido de Ángeles Barroso, la directora de su tesis. Él le había dado algunos artículos y varios títulos que estaban en la biblioteca universitaria, pero le informó de que en ninguno de ellos se llegaba a una profundidad en las apreciaciones recogidas.
-Hasta el momento la mayoría de las investigaciones han sido hechas por Amantes y al final estas se han convertido en una descripción de cómo es la vida del no amante -le explicaba el profesor Álvarez-. Ya sabe usted que hablar de un grupo al que se pertenece es muy complicado por lo que es bastante probable que usted llegue a conclusiones más objetivas que las que han alcanzado los investigadores autóctonos. Sin duda -le advirtió el profesor-, va a ser una investigación interesante. Tendrá que agudizar mucho la vista para ser capaz de captar todo aquellos que sus antecesores no llegaron a identificar.
Al salir de su despacho, Amalia se dirigió a la biblioteca y estuvo toda la tarde consultando los libros que le había recomendado. Nada se parecía a lo que iba buscando.
Además de comenzar con la búsqueda de bibliografía, Amalia inició los paseos de observación de los que tendría que sacar una gran parte de los datos. La Ciudad le parecía realmente encantadora, especialmente los barrios antiguos del centro, cada uno con su peculiar personalidad. Aún a pesar de disfrutar mucho de sus calles, Amalia no conseguía deshacerse de la sensación de duda que se había instalado en su cuerpo. La primera vez que visitó la Ciudad le pareció muy característica, con muchas cosas diferentes e interesantes por contar. Ahora todo eso parecía haberse desvanecido en el aire.
Con la sensación de estar haciendo algo sin entreverle una finalidad clara, se acercó esa mañana a la oficina de becas de la Universidad. Faltaban dos días para que el plazo de entrega de solicitudes se cerrara. Al contrario de lo que Amalia esperaba, cuando llegó sólo había una persona esperando. Al no encontrar cola alguna, le preguntó al chico que estaba sentado en lo que parecía ser una zona de espera si era la oficina que buscaba. Una vez confirmado que estaba en el sitio correcto se sentó. Al momento la puerta se abrió, salió una joven y entró el chico que la precedía. Ya sólo quedaba ella. Se puso a revisar los papeles por tercera vez esa mañana y a los pocos minutos llegó otra persona que antes de sentarse quiso asegurarse también de que estaba en el lugar correcto.
A Amalia esta nueva entrada le llamó la atención. Era una mujer mayor que ella y que los otros investigadores a los que había visto por la residencia. Esto le gustó. También le gustó su manera de moverse, muy segura, como si conociera perfectamente el espacio en el que se movía, cosa que Amalia descartó por la pregunta que le había hecho. Al saber que estaba en el lugar que buscaba, ocupó con su presencia gran parte del espacio de la pequeña sala de espera. La habitación tenía dos filas de asientos de plástico, una enfrente de otra, con cuatro plazas cada una. Se sentó en uno de los asientos enfrente de Amalia y puso su bolso en el asiento de su derecha. Se la veía muy tranquila y metida en sus asuntos, como si el estar allí esperando su turno y después volver a esperar para saber si su solicitud era aceptada no fuera con ella. Sacó el teléfono móvil, hizo algunas llamadas breves para confirmar algunas citas y después mandó un par de mensajes. Al dejar el teléfono se dirigió a Amalia para preguntarle si llevaba mucho tiempo esperando. Amalia le informó de que había llegado poco antes que ella.
-¿Y sabes si están mucho rato con el que entra? -le volvió a preguntar.
-Pues no lo sé, lo siento -le respondió Amalia-. Cuando llegué sólo había un chico esperando y entró a la oficina al poco de estar yo aquí, así que no tengo mucha referencia.
La mujer le agradeció su información y se interesó por si era la primera vez que probaba suerte. Amalia le contestó que acababa de llegar a la Ciudad y que hasta hacía muy poco en realidad no sabía de su existencia. Las preguntas se sucedieron hasta que Amalia le contó el tema de su tesis y Cristina, que así se llamaba su interlocutora, se sorprendió gratamente al conocerlo. Ella no era investigadora de ninguna universidad sino periodista. Llevaba prácticamente cinco años escribiendo artículos, columnas y reportajes sobre La Ciudad de los Amantes en diferentes medios periodísticos, dentro y fuera de la Ciudad. Al saber esto, Amalia recordó que en la bibliografía que había estado consultado los días anteriores abundaban los artículos de una tal Cristina Lafuente. La mayoría eran artículos de periódicos y revistas. A pesar de no haberlos podido ojear en profundidad le habían parecido lo más interesante del material que había encontrado hasta el momento. Amalia quería confirmar si ella era la Cristina en la que estaba pensando. Una vez confirmado se preocupó al pensar que podría estar solicitando le beca para realizar un estudio parecido al suyo. Esta duda se disipó rápidamente cuando Cristina le explicó que quería solicitarla para escribir una novela en la que llevaba mucho tiempo pensando y para la que nunca encontraba tiempo. Lo que le interesaba era plasmar todo lo que había aprendido de los Amantes en forma de ficción. A pesar de ser periodista y filósofa no quería hacer ningún estudio teórico de la Ciudad, sino hacer que todo eso llegara a la gente en forma de novela, más diluido, difuminado, y, sobre todo, distendido. La investigación académica parecía ser cosa de Amalia.
Al verla aparecer, Fernanda, que estaba lavándole el pelo a un cliente extranjero, se puso a dar gritos de alegría. Con el entusiasmo de la sorpresa se acercó para abrazarla dejando al hombre con la cabeza llena de espuma. Este se reía con la sonrisa amplia de los que quieren ser amables cuando no comprenden lo que está sucediendo, una sonrisa que en el fondo expresa también la alegría de estar presenciando eso que no se termina de entender. Después del efusivo abrazo llegó el reconocimiento físico obligatorio. Fernanda la encontró guapísima, con el pelo estropeado, por supuesto, pero con la belleza subida y con algo nuevo en la mirada. Era como si de una belleza juvenil Amalia estuviera pasando a una belleza madura: los ojos grandes, marrones, mostraban más seguridad y los rasgos afilados de su cara parecían haberse vuelto más dóciles y accesibles. Los labios, muy perfilados y carnosos, también parecían estar más relajados y la mandíbula, más suelta. A Fernanda incluso le pareció que había ganado un poco de peso, algo que no le venía mal a su delgada figura. Definitivamente, el veredicto de Fernanda era muy positivo.
Cuando terminó su reconocimiento, al cliente extranjero, que seguía sonriendo, prácticamente se le había disuelto la espuma del cabello. Fernanda, como era evidente, no tenía más tiempo para entretenerse. Amalia se marchó dándole otro largo abrazo. Quedaron a las 9 donde siempre. Mientras tanto Amalia visitaría a Luisa.
Amalia y Luisa se conocían desde el instituto. Luisa era un año mayor que ella pero coincidieron en tercero de secundaria cuando la dirección del centro decidió asignarle ese curso a pesar de que por edad le correspondía estar en cuarto. Luisa, hasta ese momento, nunca había estudiado en ninguna institución educativa. Sus padres se habían encargado desde su primera infancia de su educación al completo. Cuando empezó a tener claro que quería ir a la universidad, se planteó la idea de comenzar a asistir a clases para acostumbrarse al ritmo y a la dinámica del aula. Por eso decidió matricularse. El centro, a pesar de la edad y los conocimientos que demostró tener en las diversas evaluaciones por las que pasó, le asignó el grupo de Amalia.
Cuando Luisa llegó a la clase, todos los chicos sabían que la nueva alumna nunca había ido a la escuela. Esto les provocaba una mezcla de admiración y envidia. Muchos esperaban que fuera un bicho raro y que, por haber estado sola todos esos años, no supiera cómo relacionarse. Nada más llegar Luisa dejó muy claro que no era ningún bicho raro y que a pesar de que le gustaba mucho aprender, era una más de ellos que también se quejaba de los profesores y de los deberes. Aunque sus quejas eran ligeramente diferentes a las de sus compañeros.
Luisa atendía a las explicaciones, reflexionaba sobre lo que escuchaba y preguntaba cualquier duda que le surgía. Le gustaba mucho leer por ello les pedía a los profesores que le recomendaran lecturas sobre los temas que estaba tratando en clase, en cualquier asignatura. Tenía una gran capacidad para la organización y trabajaba con regularidad, aunque la mayoría de las veces las tareas que tenía que hacer le resultaban engorrosas comparadas con las actividades que había realizado cuando estudiaba en su casa con sus padres. Allí, todo partía de ella y no tenían las divisiones horarias que había en el instituto. Estaban semanas enteras con Física para pasar luego a estar un mes trabajando con Plástica. Lo que estudiaba lo elegía ella según sus intereses y sus padres partían siempre de cosas que a ella le causaran curiosidad para después ir introduciendo lo que según el currículum una chica de su edad tendría que saber.
El día que Luisa llegó al instituto, la compañera de asiento de Amalia había faltado, motivo por el que la sentaron junto a ella. Sus padres le habían explicado en la medida de lo que recordaban cómo serían las clases tomando como ejemplo aquellas que recibieran ellos. Según lo que vivió Luisa esa mañana, las cosas parecían no haber cambiado mucho en los últimos veinte años.
Para Amalia era muy raro estar sentada al lado de una chica de 16 años que nunca antes había estado en un colegio. No sabía muy bien como comportarse, si explicarle cosas, quedarse callada, pasarle el horario, dejarle los libros, informarle de los trabajos que estaban haciendo o decirle las fechas de los próximos exámenes. No sabía si esta información le sería útil, si ya la sabría y entonces pensaría que Amalia era una tonta que se imaginaba que la tonta era ella, o si se lo agradecería. Fue finalmente su buena educación la que paralizó sus pensamientos y se sorprendió a sí misma ofreciéndole ayuda a su compañera en aquello que necesitara a lo largo de la mañana. Luisa la miró fijamente y, con un leve parpadeo, le agradeció su oferta. Desde ese momento no habían perdido el contacto.
Durante los años siguientes su relación pasó por épocas diferentes. Según las épocas por las que iban pasando se veían más o menos pero, a pesar de eso, siempre habían estado al tanto de lo que les estaba sucediendo. Para cualquiera de las dos era un alivio hablar con la otra. Cada palabra pronunciada por una llegaba allí donde quería que llegase. El tono, la mirada, el gesto les daba muchas veces más información que la parte lingüística. Las dos sabían que tenían mucha suerte por contar con alguien así a su lado. Su amistad era algo que ambas intentaban cuidar todo lo que una relación así merece.
Para evitar el calor de las primeras horas de la tarde en las calles de Colma, Amalia se ofreció a ir a casa de Luisa. Fue Andrés quien abrió la puerta del ático. Aprovechaba el momento de la llegada de Amalia para salir en dirección a su taller de pintura. Luisa la recibió tras él con un cálido abrazo. Acababa de levantase de la siesta casi obligada por el calor que estaba haciendo esos primeros días de julio.
-Amalia, ¡Qué bien verte! y verte tan pronto... -le dijo mientras la abrazaba.
-¡Cómo me alegro de haber venido a verte! -le correspondió Amalia-. Me dio tanta pena saber que no ibas a poder estar esta noche con nosotras...
-Lo sé, pero ya sabes... -añadió con tristeza Luisa- las bodas de plata de los padres de Andrés... -dijo mientras cerraba la puerta-. Venga, pasa -cogiéndola de la mano-, tenemos muchas cosas que contarnos.
Las dos amigas se dirigieron hacia el sofá esquinero del salón. La habitación era amplia, con dos balcones de madera oscura que daban al sur. En ese momento las persianas estaban bajadas y las contraventanas casi completamente cerradas lo que dejaba la habitación en una fresca y agradable penumbra para cualquier persona que entrara directamente del calor del asfalto. Se sentaron cada una a un lado de la esquina del sofá, viéndose las caras perfectamente y cogiéndose de las manos. Más que cosas que contarse, ambas querían confirmar con la mirada aquello que ya se habían dicho con palabras. Amalia las había tenido muy informadas de todo lo ocurrido en la Ciudad a través del correo. Luisa había leído todos los mensajes, algunos incluso más de una vez, por lo que estaba al corriente de todo. Pero aún así tenía urgencia de verla. Por un lado, para comprobar con sus propios ojos si aquella experiencia había calado en ella y, por otro, para darle la gran noticia.
Las dos notaron ligeros cambios físicos en la otra. Para otros ojos esos cambios hubieran sido prácticamente imperceptibles, pero ellas se conocían tanto que podrían descubrir la primera cana en el pelo de la otra.
Luisa secundó todo lo que Fernanda le había dicho a Amalia y ésta, a su vez, también encontró algunas diferencias en ella. Los rasgos de su cara se habían vuelto más redondos y tenía un brillo especial en el azul de sus ojos. Amalia se dio cuenta de que hacía poco que Luisa había visitado a Fernanda por el corte de pelo años 20 que tan bien le sentaba. Hicieron algunas bromas sobre la ondulación del flequillo rubio de Luisa que, a pesar de ser natural, parecía resultado de horas de peluquería. Amalia la encontró más estupenda que nunca, por no hablar de lo erótica que estaba con la bata de seda turquesa que se había echado por encima al levantarse de la siesta para recibirla.
Después de resaltar lo bien que se veían y de preguntarse por sus respectivas familias, Amalia comenzó a explicar lo contenta que estaba con el curso de su investigación. Pasar un mes en la Ciudad había sido fundamental para lanzarse a hacer la tesis sobre ella y los Amantes. Ahora solo faltaba que le concedieran la beca de investigación. Eso era lo que más le preocupaba en ese momento, más incluso que la redacción del trabajo.
Luisa la animó y le transmitió la seguridad que ella tenía en que conseguiría todo lo que se propusiera. Luisa, que no se parecía en nada a Fernanda, últimamente comenzaba a pensar que conocer la existencia de la Ciudad y descubrir su funcionamiento le podía hacer mucho bien a Amalia, un bien que iría mucho más allá de lo estrictamente profesional. Probablemente a todo el mundo le haría bien pasar una temporada en LCA y aprender de sus habitantes, pensaba Luisa, pero a su amiga le vendría especialmente bien. Ese era uno de los principales motivos por los que tenía tantas ganas de verla: por ver si ese lugar tan especial había calado aunque fuera ligeramente en ella. El otro motivo era para decirle en persona que estaba embarazada.
Al oír la noticia Amalia casi no pudo contener las lágrimas. Sabía que su amiga deseaba ser madre y que quería serlo joven porque no se contentaría con tener un único hijo. Andrés también quería ser padre así que la llegada del bebé era cuestión de tiempo. Estaba de ocho semanas. Lo supo a los pocos días de la primera falta pero quería esperar a tenerla delante para decírselo en persona. Ahora pensaba que el retraso había merecido la pena. Se sentía de maravilla. No tenía ninguno de los síntomas típicos de los primeros meses: ni vómitos, náuseas, mareos, nada. Únicamente se encontraba algo más cansada de lo habitual, a lo que el calor no ayudaba. Por el momento sólo quedaba esperar y desear que todo fuera bien.
Una vez dada la noticia, recibidos los abrazos y las felicitaciones, Luisa se dirigió hacia la cocina para preparar algún refrigerio. Ella tomaría una limonada que había hecho esa misma mañana -bien fresquita y con mucho azúcar, a ver si se me sube la tensión que este calor me tiene por los suelos-. Amalia, al pensar en la limonada se dio cuenta de que lo que le apetecía era una infusión de hierba buena también con azúcar, sin té, sólo hierba buena y azúcar. Al oír eso, Luisa la miró sonriendo y se acordó de algo que Amalia había escrito en uno de los primeros correos desde la Ciudad. Parecía que al menos algunas costumbres de los Amantes sí habían calado en su amiga.
Cuando Amalia se bajó del tren eran las 18:30h de la tarde del 6 de junio. Al poner los pies sobre el andén echó de menos por un instante a las tres amigas que la vez anterior, la primera vez que pisó la Ciudad de los Amantes, estaban con ella. Ahora le tocaría estar un mes sola por esas calles, durmiendo en la residencia de investigadores (RICA) en lugar de en el precioso hotel que encontraron en la Plaza de las Descalzas, en el barrio de los solteros, en pleno centro. Su nuevo alojamiento se encontraba en el barrio de los Amantes del conocimiento, barrio por el que apenas había transitado en su anterior visita. Entre las diferentes posibilidades que tenía para llegar allí desde la estación de trenes, eligió ir andando: la residencia quedaba, según le habían informado, a unos quince minutos.
Cuando llegó, la estaban esperando. Los recepcionistas se presentaron y le explicaron que siempre, entre las 8h y las 24h, habría dos personas en ese mostrador para ayudarla en todo lo relacionado con su estancia ahí. Fernando, el mayor de ellos, tras presentarse, se ofreció para enseñarle la residencia antes de dirigirla a su habitación. Amalia aceptó encantada. Le sugirió que dejara las maletas y que le preguntara todo lo que quisiera saber sobre el edificio o su historia durante el tour.
Fernando era un hombre de unos cincuenta años. Llevaba trabajando en la residencia desde los dieciocho y se declaraba completamente enamorado del edificio. A las pocas frases su simpatía se dejó ver: parecía un hombre al que le gustaba hablar con la gente y compartir unas risas en cualquier momento. De camino hacia el interior del edificio fue saludando a todas las personas que se encontraban y hasta tuvo ocasión de presentarle a Amalia algunos de sus compañeros investigadores.
Atravesando uno de los dos pasillos que comunicaban el edificio norte con el sur, Fernando le contó que en la Ciudad, desde que se estableció la Universidad, siempre había existido una residencia de investigadores de cuya filosofía era heredera la actual. -Al principio -le explicaba-, la residencia era únicamente para alumnos becados y allí se ofrecía alojamiento y pensión completa además de varias salas de estudio, bibliotecas y áreas al aire libre. Ahora, como usted sabe, hay un número de plazas que se oferta con becas y otro que se oferta pagando. Las becas incluyen, además de la manutención, un dinero mensual y no están restringidas a universitarios; también pueden acceder a ellas personas que estén realizando un proyecto de forma particular. ¿Cuál es su caso?
-Yo vengo de la Universidad de Colma. Estoy preparando mi tesis doctoral.
-Ah, viene usted de cerquita... -respondió con agrado-. Antes no venía mucha gente de fuera pero cada vez vienen de sitios más lejanos. Aquí se alojan representantes de todas las disciplinas, desde ingenieros haciendo su tesis, como usted, hasta dibujantes que solicitan una beca para preparar su próximo cómic. Cada vez hay más solicitudes y más gente que se queda fuera. Ya pasó una vez que el edificio se quedó pequeño. Fue cuando la residencia estaba situada en la actual Delegación de Educación. Esa fue su primera ubicación y hace cuarenta años la trasladaron aquí.
-Pero este edificio no tiene cuarenta años, quiero decir que no se construyó exclusivamente para la residencia, ¿no? -preguntó Amalia.
-Tiene usted razón. El edificio es de principios del siglo XX, modernista, como puede comprobar. Fue construido para ser una casa hogar además de escuela tanto para los niños que vivían aquí y como para los de las familias con pocos recursos de la Ciudad. Las aulas se han conservado y están aquí cerca pero, antes de verlas, le enseñaré la cocina. Es por la puerta que ve ahí a la izquierda. Al comedor se entra por esta puerta de aquí enfrente.
-El comedor es bastante grande, ¿qué capacidad tiene? -se interesó Amalia.
-Caben unas 60 personas, la mitad de las que se pueden hospedar. Ahora estamos en el edificio sur -continuó explicando Fernando-. La entrada está en el edificio norte y para pasar de un edificio a otro hay dos pasillos, el este y el oeste. Nosotros hemos venido por el oeste. Como habrá podido comprobar entre los edificios hay pequeños jardines a los que se puede acceder. El pasillo este es prácticamente igual, con grandes ventanales y arcos que dan a los patios y jardines interiores. Además, por la parte trasera del edificio tenemos un gran huerto, al que se accede por la cocina, y el jardín principal, al que se accede desde el comedor. Del huerto se saca gran parte de los productos con los que después se cocina, lo que significa que aquí se come bien, sobre todo si le gusta la verdura. ¿Le gusta a usted la verdura?
-Me encanta -le respondió gratamente sorprendida porque le hiciera la primera pregunta personal del tour-. No soy vegetariana pero me encanta la verdura y la fruta, es de lo que más como.
-Pues que sepa usted que aquí estos productos son de cultivo propio a la forma tradicional, así que ya me comentará si le gusta o no nuestra cocina. Perdone que le pregunte -continuó Fernando-, ¿es la primera vez que viene usted a la Ciudad?
-No, es la segunda vez. La primera fue hace un par de meses, pero estuve solamente tres días con unas amigas, así que no tuve tiempo para mucho.
-Pero seguro que tuvo tiempo para comer, ¿o estuvieron usted y sus amigas sin ingerir nada los tres días? -bromeó Fernando.
-No, por supuesto que no -contestó Amalia sonriendo. El comentario de su guía la animó a seguir con la broma y contestar con cierta ironía-. Probamos la comida y de hecho hicimos hasta tres comidas cada día, así que ya ve si nos gustó comer aquí...
-Así me gusta -contestó satisfecho-, que se alimenten bien, que están todavía en edad de crecer.
Tras la pausa gastronómica Fernando continuó el recorrido explicando que además de la biblioteca principal, que se encontraba al lado de la recepción, había una sala de ordenadores con impresoras y escáneres de uso común. Era la puerta que se encontraba frente a la cocina. -Lo único que tiene que hacer si quiere utilizarlos -le explicaba- es anotar en una de las hojas de control de uso el tiempo que ha utilizado el ordenador y el papel que ha consumido. Es simplemente para llevar un control, nada más. Si tiene usted necesidad de usar el material en un momento concreto puede reservarlo por adelantado. Además, están las antiguas clases que se han convertido en aulas de usos múltiples en las que se dan conferencias, talleres, conciertos, lecturas poéticas y cursos variados. Hay cinco salas de este tipo en total. Cuatro de ellas se encuentran aquí: dos con capacidad para cincuenta personas y dos diáfanas con suelo de parqué para actividades deportivas. El salón de actos con capacidad para trescientas personas se encuentra en el edificio norte, justo enfrente de la biblioteca.
Amalia estaba muy sorprendida, además de por la belleza del edificio en sí, por la actividad que había en lo que en ella se había imaginado un lugar más bien anodino. Comenzaba a sospechar que su idea de lo que iba a ser estar en la residencia podría estar equivocada.
Cuando habían pasado por todas las áreas comunes de la primera planta del edificio sur subieron a ver las habitaciones. Una vez arriba, Fernando continuó explicándole como estaban distribuidos los antiguos dormitorios de la casa hogar.
-Como puede comprobar, esta planta está dividida en dos partes por un pasillo central, al igual que en la planta baja de la que venimos. Antiguamente, cuando el edificio era una casa hogar, toda la planta estaba dividida en seis áreas o alas: oeste, central y este a cada uno de los lados del pasillo. En ellas se distribuía a los niños por edades, los niños en el edificio sur y las niñas en el edificio norte, cuya distribución era y es exactamente igual a esta. En el centro de cada ala estaban los baños comunes y las habitaciones de los cuidadores y profesores que eran tanto hombres como mujeres. Cada planta fue reformada y se unificó el espacio para hacer habitaciones individuales con baño propio sin diferenciación por sexos. En la parte que queda entre los pasillos que comunican el edificio norte y el sur hay tres salas de estar con televisión, mesa comedor, sillas, varios sofás y juegos de mesa. Es un espacio muy utilizado sobre todo en invierno para las sobremesas tanto del medio día como de la noche.
-Entonces -quiso recapitular Amalia-, las habitaciones del otro edificio están dispuestas de la misma forma que en este.
-Exacto. Iremos hacia allá después de ver la planta baja del edificio norte. La suya se encuentra allí. Está en una de las esquinas y es de las pocas en toda la residencia que tiene tres ventanas: una está orientada al sur y dos hacia el oeste, ¿qué le parece?
-Eso significa que tendré sol por la mañana no muy temprano y por la tarde, ¿no?
-Así es -confirmó Fernando.
-Me parece perfecto -concluyó Amalia encantada con el hecho de que le hubiera tocado una de las pocas habitaciones de la residencia con tantas posibilidades de ver el mundo exterior.
Ella y su acompañante se dispusieron a bajar por las escaleras del pasillo este que también daba al jardín central. El edificio, por lo que Amalia estaba observando y por la descripción de Fernando, era mucho más grande y laberíntico de lo que se había imaginado por las fotos de la red. Lo que más le había llamado la atención de momento eran los grandes ventanales en forma de arco de los pasillos que comunicaban ambos edificios. A través de ellos se divisaban todos los jardines interiores.
-¿Cuántas habitaciones dice que hay? -le preguntó a Fernando-. Lo leí en la página web pero no consigo recordarlo.
-120 exactamente, 60 en cada edificio, y todas son individuales. Pero, como podrá comprobar, por aquí no sólo andan los que se hospedan sino que se mueve mucha más gente. La biblioteca está abierta para uso externo, además de que continuamente se están realizando cursos, jornadas o conferencias completamente abiertas. Este de aquí es el salón de actos -le mostró Fernando señalando la puerta que se encontraba a su derecha nada más llegar a la recepción- y, enfrente, la biblioteca que ahora mismo está cerrada. Abrirá mañana de 9 a 18 h. por ser domingo. Es el horario de los fines de semana. El resto de días está abierta de 8 a 22 h. Aquí, delante de usted-dijo señalando su maleta-, su equipaje.
Habían llegado al punto de inicio del recorrido. Ya sólo faltaba recoger las maletas e ir hacia su habitación. Esta vez para subir tomaron las escaleras del pasillo oeste, las más directas. Al llegar a la puerta de su dormitorio, Amalia le agradeció a Fernando muchísimo sus explicaciones y se esforzó por expresarle su positivo asombro.
-Me da que un mes aquí se le va a quedar corto para la tesis doctoral... - auguró el hombre con una sonrisa burlona.
-Probablemente -corroboró Amalia con otra sonrisa-. He solicitado la beca de investigación, a ver si la consigo y puedo venirme más tiempo. ¿Cree usted que con un año tendré suficiente? -le preguntó curiosa por su respuesta.
-Depende, siempre depende de hasta dónde quiera usted llegar... -le contestó guiñándole un ojo mientras deshacía el camino andado.
Ante este gesto, Amalia volvió a sonreír. Con la sonrisa todavía presente en su expresión, le agradeció nuevamente su ayuda y le dio las buenas tardes. Al entrar en su habitación y mirar por la ventana, Amalia pudo orientarse y hacer un plano aproximado del edificio y de dónde se encontraba su habitación en él. Mirando hacia uno de los patios interiores que se veían desde la ventana sur, Amalia fue consciente de que estaba encantada de estar donde estaba y muy emocionada por todo lo que le quedaba por vivir entre esa multitud de paredes, amplios pasillos, ventanales y cristaleras.
Miró el reloj: eran las 19:50h. Comenzó a sacar sus pertenencias. En 20 minutos lo tenía todo colocado. Llevaba poco equipaje. La ropa, al ser de verano, ocupaba poco espacio. Lo que más ocupaba era el portátil.
Se duchó rápidamente y en 15 minutos estaba en el comedor con un hambre devorador. Eran más de las 20:30h. Al entrar se encontró con un servicio de bufé y una serie de mesas en hileras en las que no había mucho espacio libre. Amalia dio por hecho que aún había gente cenando pero al observar algo más de cerca las mesas se dio cuenta de que la mayoría de ellos no tenía platos ni bandejas, sólo un vaso de cristal alargado con algo dentro y un líquido verde. -Será que en lugar de hacer la sobremesa en las salas de estar prefieren quedarse aquí- pensó Amalia mientras se acercaba a la barra acordándose de que Fernando no le había explicado cómo funcionaba el comedor. Allí encontró cajones con bandejas, cubiertos, servilletas de tela, pan y vasos apilados por separado. Cogió uno de cada, menos pan, puso la bandeja sobre el mostrador y comenzó a pasarla por delante de los diferentes platos. En ese momento una mujer de unos sesenta años con delantal blanco se acercó por detrás de la comida hacia donde se encontraba ella. Antes de explicarle el funcionamiento se presentó. Era Soledad, una de las camareras y encargadas del comedor. Amalia le correspondió diciéndole su nombre y explicándole que acababa de llegar. Soledad le dio la bienvenida y le explicó que esa noche había ensalada, sopa de almendras y dos platos principales diferentes entre los que podía elegir uno: rape a la plancha o pastel de berenjenas. Cada comida, le explicaba Soledad, tendría la misma distribución: ensalada, un tipo de sopa y un plato principal a elegir entre dos. Una de las opciones sería vegetariana. Además incluía postre, agua y una infusión. Amalia pensó entonces que la mayoría de gente que quedaba en el comedor se estaría tomando la infusión y le preguntó a Soledad de qué tipo era. La mujer la miró con algo de extrañeza antes de contestarle que era de hierba buena.
-¿Té con hierba buena? -quiso aclarar Amalia
-No, sólo hierba buena. Hierba buena con azúcar.
•
Amalia fue la primera en llegar al Tapis. La tarde con Luisa había sido muy placentera. Además de las bebidas, habían tomado bizcocho de chocolate con miel, nueces y naranja, la especialidad de la repostería de Luisa y la favorita de Amalia. La merienda la habían aderezado con las ilusiones y los miedos que ambas sentían en esos momentos de sus vidas: Luisa con todo lo que suponía traer una nueva vida al mundo y, Amalia, con su proyecto en La Ciudad de los Amantes del que ya podía intuir que la llevaría hacia un camino de búsqueda e investigación personal.
Las horas de la tarde pasaron sin casi notarlas y pronto llegó el momento de la despedida. Antes de despedirse hablaron de la posibilidad de hacer alguna escapada todas juntas a algún lugar cercano. Para Luisa era el momento adecuado, antes de que la barriga le creciera y tuviera más trabajo.
El Tapis era el bar de reunión por excelencia de Amalia y sus amigas. Estaba situado en la Plaza Campoamor y los dueños eran una pareja de hermanos amigos de María. Para esa noche les habían reservado una mesa en la plaza. Iban a ser sólo cuatro, las cuatro que Amalia quería tener con ella el día de su cumpleaños: Fernanda, María, Diana y ella.
Al llegar al bar, Amalia se acercó a saludar a los dueños. Aunque no eran amigos estaban al tanto de su viaje y de su cumpleaños. Mostraron mucha curiosidad por la investigación de Amalia y le desearon mucha suerte.
El bar, después de sus dos primeros años de funcionamiento, se había convertido en un lugar bastante popular de cenas y comidas ligeras. Lo que lo caracterizaba era que de todos los platos que ofrecía se podía pedir cualquier cantidad. En la carta venía el precio de cada plato por persona, teniendo en cuenta que la cantidad ofrecida por persona era la de una tapa. De esta forma, todos los platos pedidos se convertían en raciones para compartir y todos acababan comiendo de todos. Otra característica que pocos bares tenían en Colma es que había una gran variedad de platos para todos los gustos, creencias, estados de salud y alergias. Tenían dos tipos de cartas. En una se encontraban los platos presentados en secciones para ovo lácteo-vegetarianos, veganos, carnívoros, y celíacos. En la otra carta, los mismos platos se presentaban según los efectos que causaban en el organismo: reconstituyente, energizante, digestivos, depurativos y relajantes. Esta carta era lo que había ido haciendo que cada vez más gente se acercara a la plaza Campoamor buscando una comida acorde con lo que su cuerpo necesitara.
La segunda en llegar fue Diana. Apareció al poco de sentarse Amalia en la terraza por detrás de ella dándole un pequeño susto. Esta se incorporó mientras se quejaba del susto que le había dado y, una vez de pie, se abrazaron con fuerza dando pequeños saltitos.
Diana y Amalia se conocieron en Consultatec. Era la jefa de su departamento y, a pesar de que era unos años mayor que ella, desde el principio entablaron una buena relación. Juntas no parecían tener mucho que ver. Diana era una mujer de 35 años, baja y de caderas anchas, con cara y porte muy elegantes. Siempre iba vestida a la perfección y cuidaba hasta el último detalle de su apariencia. Era del tipo de mujeres que combinan el bolso con los tacones y que siempre, fuera invierno, lloviera o tronara, iba con faldas rectas hasta la rodilla. A veces cambiaba las faldas por un vestido, pero nunca, hasta la fecha, Amalia la había visto con pantalones. Su media melena morena era una pieza de admiración para Fernanda.
Lo primero que Diana hizo fue felicitarla. -Veintisiete años ya, ¡madre mía! ¡Cómo pasa el tiempo!
Después le recordó lo blanca que estaba -Ya podías haber ido a la playa, bonita, ¿qué has hecho en Ávera? ¿Todo el rato en el salón de tu casa?
-Pues claro -respondió Amalia-, para eso he ido, para ver a mis padres y estar con ellos -añadió riéndose de las inconfundibles preguntas de su amiga.
-Cuando una va a la costa tiene que sacar algún momento para el sol, no se le puede hacer ese feo al astro rey, mi amor -le contestó entre regañándole y dándole un consejo de todo corazón.
Las dos se sentaron y Diana no tardó mucho en preguntar lo que más le interesaba.
-Oye, sabes, porque te lo he dicho, que he leído todos tus correos, pero entre tantas cosas y detalles hay una información que me falta.
-No, Diana, no he conocido a ningún chico -le contestó Amalia que la veía venir con el mismo tema de siempre.
-Pero bueno, tú no cambies, hija, no cambies. ¿Cómo es posible que en un mes en una residencia repleta de gente no hayas conocido a ningún tío?- le preguntó entre indignada, sorprendida y resignada. De sus amigas más íntimas, Diana era la que le daba más importancia a las relaciones con los hombres. Al menos, era la que más hablaba del tema. Para ella, Amalia tenía demasiado amigos, pocos pretendientes y menos roces. Menos amigos y más contacto era lo que solía decirle Diana. A Amalia su preocupación le hacía gracia ya que ella no lo veía de la misma manera. Era cierto que nunca había tenido grandes historias de amor. De las que había tenido, la mayoría habían sido más imaginaciones que verdaderas relaciones y últimamente ni eso. -Antes, por lo menos -se quejaba Diana-, nos llegabas con que te gustaba menganito pero que él estaba con alguien, que acababa de terminar con su novia de toda la vida o que era tan tímido que no había manera de saber si le gustabas o no. Pero desde hace un tiempo, ni eso, mi vida, y para mí que no es natural -le decía cada vez que sacaban el tema.
-Claro que he conocido a hombres en la residencia -le respondió Amalia con voz cansina-, a muchos, pero no ha habido nada con ninguno. No ha surgido nada y creo que no hay que darle más vueltas -le contestó Amalia bastante tranquila, intentado relajar a su amiga y quitarle hierro al asunto-. Ya sabes -continuó- que si a mí no me entra por los ojos...
-No te entra por ningún otro lado -le interrumpió Diana-. Eso ya lo sabemos -continuó diciendo a la vez que se reía.
-¡Qué burra eres! -le contestó Amalia riéndose también-. Con lo elegante y delicada que eres, si alguien te oyera hablar así...
-Se daría cuenta de toda la riqueza y variedad de mujeres que hay dentro de mí -le cortó de nuevo-, y de hombres también, que una es muy mujer y a veces también muy hombre -siguió-. Y volviendo a tu no relación con los hombres -enlazó Diana que no quería dejar pasar el tema ni ocupar ella el centro de la conversación-, ¿tú te has puesto en relación con ellos para que pueda surgir, como tú dices, algo? Si no te relacionas, si no te dejas enamorar, no va a surgir nada, mi amor, nada de nada.
-Claro que me he relacionado con ellos, Diana... -respondió Amalia con muestras de no querer volver al tema- si hasta he hecho un par de amigos.
-No, si ya sé yo que problemas en hacer amigos no tienes -le inquirió.
-Lo único es que no me ha gustado ninguno, no me ha atraído ninguno, y entonces ¿qué quieres que haga? -le preguntó con un poco de desesperación.
-Dejarte enamorar, mi amor, dejarte enamorar -pensó Diana, pero no lo dijo. No quería seguir con la conversación. El tema empezaba a entristecerla y no quería ponerse así nada más ver a su amiga. Ella veía clarísimo que Amalia no sabía o no podía dejarse enamorar. Tenía que tenerlo todo bajo control, saber lo que le ocurriría en cada momento y decidir incluso el hombre del que se enamoraría, lo que le impedía, según Diana, sorprenderse de pronto enamorándose de alguien que no tenía previsto. Pero ella aún no había conseguido hacerle entender eso. Si Amalia no quería verlo, por mucho que se lo mostrara, no conseguiría gran cosa.
-Bueno, no te gustó nadie, pero estás contenta ¿no? -dijo finalmente intentado cerrar el tema que siempre empezaba y terminaba ella.
-Mucho, y con muchas ganas de volver. Si me dan la beca tenéis que venir a verme ¿eh?
-Por supuesto, te crees tú que voy yo a perder la oportunidad de probar a uno de esos de los amantes flechados. ¡Ni loca, vamos!
Al decir esto las dos se echaron a reír. Amalia sabía perfectamente que si Diana la visitaba acabaría teniendo alguna aventura con alguien. Para lo que Diana conseguía en un par de horas, Amalia necesitaba un par de meses, como mínimo. A pesar de ser tan diferentes a Amalia le encantaba Diana y se reía muchísimo con las historias de amor en las que se metía. Era, sin duda, la que tenía una vida sentimental, e incluso se podría decir que sexual, más movida de sus amigas, eso sin tener pareja fija.
-¿Se puede saber a qué vienen esas risas? -preguntó Fernanda que había llegado justo por detrás de ellas acompañada por María.
-Os hacíamos metidas en una discusión de esas amorosas que tenéis vosotras sobre por qué no te enamoras, Amalia -continuó María.
-Esa ya la hemos tenido, cariño, y es justo así, con estas risas, como la hemos terminado -respondió Diana mientras Amalia se levantaba y saludaba con besos y abrazos a las dos recién llegadas.
Tras las frases y los comentarios de saludo las cuatro se sentaron. Amalia estaba muy contenta. Desde que había llegado el día anterior a Colma había tenido tiempo para verlas a cada una de ellas a solas antes del encuentro grupal, aunque sólo hubiera sido para darse un abracito, como en el caso de Fernanda, o para tener a solas la misma conversación de siempre con nuevas risas como final, como le acababa de pasar con Diana. Con María también había tenido la ocasión de estar a solas. Había ido a recogerla a la estación de trenes cuando llegó a Colma desde la de casa de sus padres en Ávera. Las dos habían sido compañeras de piso durante cinco años y ese había sido el primer mes que pasaban separadas desde entonces. Allí mismo, en la estación, se tomaron un helado y tuvieron un tiempo para hablar.
Nada más sentarse, Javier se acercó y les preguntó si tomarían lo mismo de siempre o querían mirar la carta. Las cuatro se miraron y le confirmaron que tomarían lo mismo de siempre: la ensalada y varias cremas para untar con pan.
Mientras la comida llegaba, Fernanda y María tuvieron tiempo para ponerse al día de la vida de Diana, de la que no habían sabido nada durante el mes que Amalia había estado fuera. A los pocos minutos la conversación se mezcló con la salsa vinagreta de la ensalada y con las cremas de berenjenas, huevas y lentejas a las que eran prácticamente adictas. Alguna vez habían pedido algún que otro plato diferente, por probar cosas, nuevas pero a pesar de que todo estaba muy rico, no había nada que para ellas superase las cremas a las que siempre acababan volviendo. A veces pedían algún plato más pero esta noche querían guardarse un espacio libre para la tarta que Fernanda y María se habían encargado de traer. Este año era de limón y menta, una combinación un poco extraña para una tarta, pero pensaron que a Amalia le podía gustar ya que, según habían podido comprobar, en el último mes se había vuelto una adicta a la hierba buena.
La tarta salió a la terraza de manos de Javier con 27 velas encendidas y al son de cumpleaños feliz. Al acabar la canción, Amalia las sopló todas de una vez y pidió un deseo que no necesitó ser dicho para que todas supieran cuál era. Entonces María descorchó el champán y sirvió una copa para cada una.
-Por tu investigación, por que consigas la beca y por tu próximo año en La Ciudad de los Amantes -brindó María.
-Por Saturno, el renacer y los cambios que se te avecinan -brindó Fernanda.
-Por que el amor entre en tu vida -deseó Diana.
En ese momento en el que sus amigas le brindaban sus mejores deseos, Amalia echó de menos uno, el de Cristina. -Por que llegues a ser una gran Amante - le parecía estar escuchando en su característica voz rota de tanto amar con las palabras.
Tras este último deseo llegado directamente de la Ciudad, Amalia cerró el círculo brindado por todo lo dicho y por ellas. No pudo decir nada más. Ninguna palabra más se atrevió a salir de su boca. Las lágrimas, aunque se asomaron, decidieron no emerger y quedarse dentro para otra ocasión. Lo que sentía en el pecho era algo muy grande pero su garganta estaba tan obstruida que no consiguió hacerlo salir de ninguna forma. Entonces no le quedó otra que levantar la copa y las cuatro brindaron al unísono. Que así sea.
El cuarto día de su estancia en La Ciudad de los Amantes, Amalia se levantó con pocos ánimos para entregar los papeles de la beca.
En esos días había empezado la búsqueda de material bibliográfico y hasta el momento no había conseguido nada que realmente la ayudara. Había consultado en los catálogos de las bibliotecas más importantes de la Ciudad y allí no había encontrado nada que no hubiera encontrado en Colma. También había tenido la oportunidad de entrevistarse con Gerardo Álvarez, profesor del Departamento de Antropología de la Universidad y conocido de Ángeles Barroso, la directora de su tesis. Él le había dado algunos artículos y varios títulos que estaban en la biblioteca universitaria, pero le informó de que en ninguno de ellos se llegaba a una profundidad en las apreciaciones recogidas.
-Hasta el momento la mayoría de las investigaciones han sido hechas por Amantes y al final estas se han convertido en una descripción de cómo es la vida del no amante -le explicaba el profesor Álvarez-. Ya sabe usted que hablar de un grupo al que se pertenece es muy complicado por lo que es bastante probable que usted llegue a conclusiones más objetivas que las que han alcanzado los investigadores autóctonos. Sin duda -le advirtió el profesor-, va a ser una investigación interesante. Tendrá que agudizar mucho la vista para ser capaz de captar todo aquellos que sus antecesores no llegaron a identificar.
Al salir de su despacho, Amalia se dirigió a la biblioteca y estuvo toda la tarde consultando los libros que le había recomendado. Nada se parecía a lo que iba buscando.
Además de comenzar con la búsqueda de bibliografía, Amalia inició los paseos de observación de los que tendría que sacar una gran parte de los datos. La Ciudad le parecía realmente encantadora, especialmente los barrios antiguos del centro, cada uno con su peculiar personalidad. Aún a pesar de disfrutar mucho de sus calles, Amalia no conseguía deshacerse de la sensación de duda que se había instalado en su cuerpo. La primera vez que visitó la Ciudad le pareció muy característica, con muchas cosas diferentes e interesantes por contar. Ahora todo eso parecía haberse desvanecido en el aire.
Con la sensación de estar haciendo algo sin entreverle una finalidad clara, se acercó esa mañana a la oficina de becas de la Universidad. Faltaban dos días para que el plazo de entrega de solicitudes se cerrara. Al contrario de lo que Amalia esperaba, cuando llegó sólo había una persona esperando. Al no encontrar cola alguna, le preguntó al chico que estaba sentado en lo que parecía ser una zona de espera si era la oficina que buscaba. Una vez confirmado que estaba en el sitio correcto se sentó. Al momento la puerta se abrió, salió una joven y entró el chico que la precedía. Ya sólo quedaba ella. Se puso a revisar los papeles por tercera vez esa mañana y a los pocos minutos llegó otra persona que antes de sentarse quiso asegurarse también de que estaba en el lugar correcto.
A Amalia esta nueva entrada le llamó la atención. Era una mujer mayor que ella y que los otros investigadores a los que había visto por la residencia. Esto le gustó. También le gustó su manera de moverse, muy segura, como si conociera perfectamente el espacio en el que se movía, cosa que Amalia descartó por la pregunta que le había hecho. Al saber que estaba en el lugar que buscaba, ocupó con su presencia gran parte del espacio de la pequeña sala de espera. La habitación tenía dos filas de asientos de plástico, una enfrente de otra, con cuatro plazas cada una. Se sentó en uno de los asientos enfrente de Amalia y puso su bolso en el asiento de su derecha. Se la veía muy tranquila y metida en sus asuntos, como si el estar allí esperando su turno y después volver a esperar para saber si su solicitud era aceptada no fuera con ella. Sacó el teléfono móvil, hizo algunas llamadas breves para confirmar algunas citas y después mandó un par de mensajes. Al dejar el teléfono se dirigió a Amalia para preguntarle si llevaba mucho tiempo esperando. Amalia le informó de que había llegado poco antes que ella.
-¿Y sabes si están mucho rato con el que entra? -le volvió a preguntar.
-Pues no lo sé, lo siento -le respondió Amalia-. Cuando llegué sólo había un chico esperando y entró a la oficina al poco de estar yo aquí, así que no tengo mucha referencia.
La mujer le agradeció su información y se interesó por si era la primera vez que probaba suerte. Amalia le contestó que acababa de llegar a la Ciudad y que hasta hacía muy poco en realidad no sabía de su existencia. Las preguntas se sucedieron hasta que Amalia le contó el tema de su tesis y Cristina, que así se llamaba su interlocutora, se sorprendió gratamente al conocerlo. Ella no era investigadora de ninguna universidad sino periodista. Llevaba prácticamente cinco años escribiendo artículos, columnas y reportajes sobre La Ciudad de los Amantes en diferentes medios periodísticos, dentro y fuera de la Ciudad. Al saber esto, Amalia recordó que en la bibliografía que había estado consultado los días anteriores abundaban los artículos de una tal Cristina Lafuente. La mayoría eran artículos de periódicos y revistas. A pesar de no haberlos podido ojear en profundidad le habían parecido lo más interesante del material que había encontrado hasta el momento. Amalia quería confirmar si ella era la Cristina en la que estaba pensando. Una vez confirmado se preocupó al pensar que podría estar solicitando le beca para realizar un estudio parecido al suyo. Esta duda se disipó rápidamente cuando Cristina le explicó que quería solicitarla para escribir una novela en la que llevaba mucho tiempo pensando y para la que nunca encontraba tiempo. Lo que le interesaba era plasmar todo lo que había aprendido de los Amantes en forma de ficción. A pesar de ser periodista y filósofa no quería hacer ningún estudio teórico de la Ciudad, sino hacer que todo eso llegara a la gente en forma de novela, más diluido, difuminado, y, sobre todo, distendido. La investigación académica parecía ser cosa de Amalia.