Capítulo 1
Los amaneceres de principios de
julio eran los preferidos de Amalia y los exaltaba sobre los de cualquier otro
mes del año. Era consciente de que, en realidad, físicamente se distanciaban
muy poco de los de finales de junio pero, a pesar de eso, ella los vivía de
manera muy diferente.
En julio, Amalia solía disfrutar del amanecer sin prisas. Le gustaba ver cómo se iba iluminando el día poco a poco, cómo llegaba la luz delicadamente a cada rincón de la ciudad por pequeño o alejado que estuviera. A medida que observaba el recorrido de los nacientes rayos de sol con una taza de café en la mano, vestida aún con una de las camiseta de tirantes que usaba para dormir en verano y con las sábanas revueltas asomando entre las cortinas, Amalia prestaba toda su atención a la creciente luz, como si a la vez que iluminaba al mundo, el sol la iluminara también a ella.
Aunque en esas fechas Amalia nunca había tenido que madrugar, su reloj biológico la despertaba temprano. Se levantaba descansada, sin contar las horas dormidas, preparada para disfrutar de un nuevo día. Sin embargo, los amaneceres de julio siempre habían sorprendido a Amalia preparándose para hacer algo. Los primeros años de su vida, para ir a clase, y los últimos, para ir a trabajar a Consultatec, la principal empresa de encuestas de Colma. El despertar en junio siempre había significado el comienzo de un largo día de clases, trabajo y metas a las que llegar, mientras que el de julio era el principio de un maravilloso día de dedicación personal en el que el tiempo perdía su ficticia dimensión. Además, el ocho de julio era su cumpleaños.
El día de su veintisiete cumpleaños Amalia se levantó en la primera planta de una casa situada en la sierra de Colma 17 km. al norte de la ciudad. La vivienda pertenecía a una pareja de buenos amigos. Éstos le habían ofrecido hospedarse allí a cambio de cuidar la casa durante sus vacaciones. Estar sola y fuera de la ciudad era una buena oportunidad para dedicarse por completo al comienzo de su tesis. Tenía alrededor de dos meses para escribir la presentación antes de entregársela a su directora y, aunque tenía tiempo suficiente, se decía a sí misma que no podía relajarse.
La víspera de su cumpleaños fue la primera noche que Amalia pasó sola en la casa, motivo por el cual pensaba no había conseguido conciliar totalmente el sueño. A pesar de haber dormido en una comodísima cama blanca de recién casados bañada por el reflejo de una luna creciente casi llena, Amalia había extrañado su cama de soltera del centro de la ciudad en la que dormía salpicada por las gotas de luz de la farola que, desde el pequeño parque al que daba su balcón, lograban traspasar la persiana a medio echar. Los sonidos de la noche también la habían desvelado. Estaba acostumbrada a las canciones de los grupos de jóvenes embriagados de amistad una noche cualquiera; a las confesiones de las 3 de la mañana a la luz de la misma farola que salpicaba su sueño; también al camión de la basura, al coche y a la moto de turno y, a estas alturas, después de cinco años viviendo en el mismo piso, se podía decir que también se había acostumbrado a las máquinas segadoras de los jardineros que a principio de cada estación podaban los escasos árboles del parque. Sin embargo, los nocturnos ladridos de los perros guardianes, los madrugadores cantos de los gallos y el matutino piar de los pájaros del campo parecieron confabularse para no dejarla dormir profundamente su primera noche de estancia en la sierra. Se levantó a las 8:35 de la mañana, siete horas después de haberse acostado, sola, algo desorientada y cansada, pero contenta de estar donde estaba.
Dos horas tardó esa mañana en ponerse en marcha, el doble de lo habitual. Los minutos se le escurrieron en levantarse, completar su vestimenta con los pantalones del pijama y desayunar. Al poner el plato con restos de las tostadas con aceite en el fregadero se dio cuenta de la hora que era. Hizo todo lo posible por acelerar su ritmo matutino. Quería empezar a trabajar ese mismo día.
Todavía no había abierto un nuevo documento de texto cuando el aviso de un mensaje en el teléfono la sacó rápidamente de su aún dispersa concentración. Las palabras provenían de Fernanda. A Amalia le hizo sonreír encontrarse esa exaltada felicitación: el mensaje era tal y como se lo imaginaba.
Según la astrología, Saturno, cuyos ciclos son de veintisiete años aproximadamente, vuelve a situarse al cumplir esa edad en el mismo punto en el que estaba el día del nacimiento, lo cual suponía la posibilidad de un renacimiento: cambios importantes internos podían darse y Fernanda, que fue la que le había informado a Amalia de Saturno y su poder, quería recordárselo. Amalia respetaba muchísimo todo lo que su amiga le decía y aunque no hacía de esa información su religión, hacía todo lo posible por tenerla en cuenta.
Releyó el mensaje con una tranquila sonrisa. Al llegar al punto final se sintió muy afortunada por tener cerca tantos y tan dispares seres queridos. Un sentimiento de gratitud hizo que su piel se erizara suavemente. Respiró profundamente llena de satisfacción.
Cuando la pantalla del portátil mostraba un folio a medio escribir, un nuevo sonido volvió a interrumpir su algo menos dispersa concentración. Esta vez fue el de un teléfono antiguo saliendo de su móvil. Sentada frente al ordenador, Amalia pulsó la tecla de descolgar y la voz de su madre la felicitó, como cada año, a las 11:20 h.
La conversación esa mañana se alargó con respecto a otros años ya que su madre quiso saber cómo le había ido en el viaje de regreso a Colma, cómo había pasado su primera noche sola en la casa, si había desayunado y si se había acordado de pedir cita en la peluquería. Después de tantos años aún seguía estando al tanto de los cortes del pelo de su hija, entre otras cosas.
Amalia mantenía un boicot contra las peluquerías desde los 8 años. La causa fue un desafortunado corte de pelo justo el día antes de su primera comunión. Ese día, la peluquera, en lugar de ceñirse a lo que le habían pedido, cortar las puntas y alisar, se aventuró y le cortó a Amalia más de una mano de largo dejándole el pelo en una melena por los hombros. El enfado de Amalia no se apaciguó con el crecimiento del cabello ya que las fotos del evento decorando las paredes principales de la casa familiar le recordaban continuamente lo ridícula que se había sentido ese día ante los constantes comentarios sobre cómo el pelo corto hacía su cara aún más redonda. Esa fatídica fecha Amalia decidió no volver a poner su pelo en manos de una peluquera profesional por lo que a su madre, Rosaura, conociendo la determinación de su hija, no le quedó otra opción que ir a comprar unas buenas tijeras y comenzar a cortárselo ella misma. Cuando se marchó de la casa familiar a la universidad, le envolvió las tijeras en papel de regalo y se las dio como símbolo de su independencia: por fin se sentía libre de la esplendorosa melena morena que su única hija había heredado de su marido.
Después de dieciocho años sin pisar una peluquería, la mañana de un sábado primaveral Amalia volvió a entrar en una sin tener la intención. La encontró paseando por el barrio más antiguo de Colma, al que siempre se dirigía cuando quería hacer de antropóloga. En el entresijo de calles paralelas y perpendiculares se estaban abriendo muchos negocios nuevos y Amalia disfrutaba observando cómo se mezclaba la vida tradicional del barrio con las nuevas tendencias estéticas y sociales que se iban instalando en sus calles. Se fijaba tanto en las tiendas de toda la vida como en las más vanguardistas. La mezcla era tal que entre la pescadería y la papelería de antes de la guerra estaban la tienda de tatuajes y la de complementos naive hechos a mano. Al otro lado de la calle, la librería-cafetería-tienda de ropa con DJ había abierto frente a la farmacia-botica repleta de botes y frascos en estantes de madera que llegaban hasta el techo. Cada vez que Amalia paseaba por esas calles se sorprendía por la variedad de comercios, pero lo que más le llamaba la atención, mucho más que la mezcla, era el giro que algunas de las tiendas tradicionales poco a poco iban dando hasta quedar engalanadas por completo según las últimas tendencias. La carnicería de siempre, la que hace esquina y se llama Cárnicas Rafael, pasó de una semana a otra a cambiar completamente su aspecto. De las cuatro paredes blancas, las tres de fuera del mostrador se convirtieron en un mosaico de rayas; la caja registradora se cambió por un portátil rosa fucsia y, en lugar de las sillas de mimbre para que los mayores no esperaran de pie su turno, apareció un sillón años sesenta de espalda baja y líneas rectas. Enfrente de la carnicería, el zapatero seguía en su pequeño y oscuro local rodeado de pares de zapatos, sólo que junto a los mocasines, arregla botas militares, plataformas de diez centímetros de colores estridentes y botas de tacón que cubren la rodilla completa. Y, junto a éste, la droguería que, además de los botes de pintura plástica, el barniz y la gama completa de rojos para los labios, vende los cuadros que salen del taller de pintura que se realizan en el cuarto de atrás los miércoles por la tarde, talleres a los que asisten desde la pescadera hasta el tatuador.
Ese día Amalia callejeó un poco más de lo habitual. Se metió por algunos recovecos por los que no recordaba haber pasado en mucho tiempo, calles mucho más tranquilas que las anteriores y con menos comercios. A medida que avanzada, los negocios disminuían. Casi habían desaparecido por completo cuando se encontró una peluquería. Por fuera parecía una peluquería más. En el escaparate principal, justo al lado de la puerta de entrada, la peluquera estaba colocando unas fotos como decoración: eran las fotos de una niña el día de su primera comunión. La niña se veía preciosa y contenta de vivir ese día, alegre y luminosa. Tenía el pelo largo, liso, negro y brillante tal cual lo debía haber llevado Amalia para esa misma ocasión. Se quedó unos minutos observando a la peluquera colocando las fotos, muy pensativa, recordando lo que le sucedió ese día años atrás, hasta que, sin ser muy consciente de lo que hacía, entró. Fernanda, la propietaria y única peluquera, se dispuso a atenderla en cuanto terminara de colocar las fotos.
Fernanda era una profesional. Para ella el pelo era una parte más del cuerpo humano con tanta sensibilidad y necesidad de cuidados como cualquier otra. Ella no sólo lavaba, peinaba y cortaba el cabello, sino que en sus manos todas estas acciones eran partes de un mismo proceso a través del cual sanaba la cabellera según el mal que presentara: falta de forma, raíces muy marcadas, puntas abiertas… cualquier problema tenía solución en sus manos y, si los clientes se dejaban, Fernanda les daba claves para saber por qué su cabellera sufría esos males: para ella todo tenía una causa emocional que trataba de explicar con claridad. Esta información era ofrecida siempre y cuando Fernanda considerara que sería acogida con interés por sus pacientes. La presentaba amenizada con una conversación acorde a la persona que estaba tratando ya que los años de práctica en la peluquería, el amor por la comunicación, su gran capacidad de escucha y las noches detrás de la barra de su juventud habían hecho de ella una gran conocedora del género humano. Esta mujer de cuarenta y tres años, de pelo muy corto teñido de un rojo chillón, estatura media, robusta y vestida con minifalda negra, junto a su peluquería eran lo más curioso que Amalia había encontrado en el barrio desde hacía tiempo.
Mientras Fernanda hacía el primer reconocimiento de los males del pelo de Amalia aún en la entrada, ésta tuvo la oportunidad de fijarse detenidamente en el local en el que había entrado impulsada por el pasado. A primera vista todo resultaba acorde con lo que era: tres grandes y cómodos asientos de cuero morados justo enfrente de otros tres amplios y relucientes espejos rectangulares rodeados por una cenefa de pequeños cuadrados rosas y turquesas. A la izquierda de la zona de amputación de los males capilares se encontraba la zona de la limpieza: dos asientos de plástico duro naranja presididos por dos lavabos de cerámica a juego con los sillones. A uno de esos asientos fue dirigida Amalia tras el primer reconocimiento y desde allí, sentada, pudo observar la parte de espera y meditación que durante el tiempo que llevaba dentro del local le había quedado oculta. En la esquina, un amplio sillón de tres plazas estaba cubierto por una colcha de colores tierra y repleto de cojines de variados colores y tamaños, decorados todos con pequeñas lentejuelas en sus costados. Delante del sillón había una mesa de madera rectangular, baja, llena de libros y revistas de sicología, autoayuda, espiritualidad y astrología, así como varias barajas de cartas entre las que Amalia pudo distinguir un tarot. Dos ventanas de madera oscura, una a cada lado de la esquina, cubiertas por cortinas de algodón rojas, le daban a la zona de espera el toque de lugar acogedor de lectura e introspección que quería conseguir.
Al efecto visual que causaba la decoración del lugar había que añadirle el efecto acústico de la música chill out y el olfativo del incienso de sándalo que, desde la mesa-recepción, daba la bienvenida a cualquier persona que entrara en el local. El sentido del tacto se encargaba Fernanda de activarlo a través de sus manos al contacto con el cuero cabelludo. El del gusto, cada cual era libre de estimularlo probando o no los apetitosos trozos de pastel de chocolate con zanahorias que la propia peluquera preparaba para aquellos que se atrevieran a ir más allá del simple corte de pelo en su peluquería, a la que los vecinos llamaban, cariñosamente, peluquería cósmica.
Cuando Amalia volvió a tomar conciencia de ella misma se descubrió sentada sobre uno de los sillones naranja, con el pelo mojado y con las manos de Fernanda lavándolo cuidadosamente. Su cabeza, desconcertada por tantos detalles y adormilada por el masaje capilar, la música y el incienso, se portó mejor de lo que hubiera pensado y no ejerció ningún juicio al respecto del lugar en el que se encontraba ni de su propietaria. Fernanda, segura de que esa nueva clienta aparecida de la nada había llegado a su peluquería por alguna razón concreta que por el momento ninguna de las dos sabían, comenzó a hacerle las típicas preguntas que se hacen a desconocidos. En respuesta, mientras Fernanda se entregaba a su labor de lavarle el cabello, Amalia le contó que era antropóloga, que había estado tres años trabajando y que había vuelto a la universidad para hacer el doctorado. En ese momento se encontraba empezado a pensar en el tema de la tesis, pero todavía no había encontrado nada que la convenciera.
Al escuchar eso Fernanda comprendió el motivo por el cual Amalia había llegado esa mañana a su peluquería: era preciso que alguien la llevara a la Ciudad de los Amantes.
Localización
La Ciudad de los Amantes está situada al sur y a la izquierda de cualquier país con la cabeza en su sitio. Su número de habitantes varía según la estación del año siendo las primaveras, generalmente, las estaciones más pobladas. El nivel de vida, el paro, el clima, la luna, la situación de las estrellas y los planetas, el nivel del mar, la ovulación en las mujeres y la espermatogénesis en los hombres son otros de los factores que influyen en las migraciones de otras ciudades a ésta.
A pesar de los cambios en el número de habitantes, su dimensión parece mantenerse por sí misma para agrado de los Amantes que de esta forma pueden ir caminando de una parte a otra de la ciudad en el caso de que el tráfico esté embotellado o un corte en la electricidad deje sin energía a los tranvías.
Para ser ciudadano de esta ciudad existe un único requisito, necesario para asegurar el buen funcionamiento de la misma: amarse a sí mismo tanto como se ama al prójimo. Actualmente, éste es el único requisito que abre o cierra las puertas a los que quieren vivir en ella y sólo a través del desarrollo de este sentimiento los Amantes tienen la posibilidad de participar en la ciudad y en todo lo que la vida en ella les ofrece.
Para los que no consiguen llegar a tal sentimiento existen numerosas cláusulas que estudian y regulan los casos particulares: porque cada amante es diferente y porque existen numerosos Amantes en potencia por descubrir.
Físicamente, la Ciudad de los Amantes no es particularmente diferente a otras ciudades: tiene parques, plazas, jardines, calles, avenidas y callejones, tiendas, grandes almacenes, escuelas, institutos, universidad, cafeterías, restaurantes, bares, farmacias, cines, teatros y todas las cosas restantes que hacen de un área geográfica una ciudad.
Sus barrios actuales son resultado de la antigua división de la población según su tendencia amatoria: el centro, en el que vivían los solteros, y la periferia del amor, donde convivían las parejas. La periferia estaba formada por dos barrios, el de los enamorados a primera vista, llamado barrio de amantes flechados, y el de los enamorados tras varios vistazos, conocido como barrio de los amantes del conocimiento. Estos barrios periféricos antiguamente eran conocidos por sus habitantes como “barrios del amor”, debido a una ancestral creencia según la cual la confirmación del amor venía con la convivencia de la pareja.
Actualmente, a pesar de la conservación de las tradicionales nomenclaturas, las parejas de los flechados son vecinas de los solteros y de las parejas del conocimiento: el amor va y viene de un barrio a otro sin mirar la calle por la que pasa o la casa a la que entra. Todos los habitantes lo tienen presente. La diferencia está en la forma de vida de cada amante, en la forma de amarse entre ellos.
En julio, Amalia solía disfrutar del amanecer sin prisas. Le gustaba ver cómo se iba iluminando el día poco a poco, cómo llegaba la luz delicadamente a cada rincón de la ciudad por pequeño o alejado que estuviera. A medida que observaba el recorrido de los nacientes rayos de sol con una taza de café en la mano, vestida aún con una de las camiseta de tirantes que usaba para dormir en verano y con las sábanas revueltas asomando entre las cortinas, Amalia prestaba toda su atención a la creciente luz, como si a la vez que iluminaba al mundo, el sol la iluminara también a ella.
Aunque en esas fechas Amalia nunca había tenido que madrugar, su reloj biológico la despertaba temprano. Se levantaba descansada, sin contar las horas dormidas, preparada para disfrutar de un nuevo día. Sin embargo, los amaneceres de julio siempre habían sorprendido a Amalia preparándose para hacer algo. Los primeros años de su vida, para ir a clase, y los últimos, para ir a trabajar a Consultatec, la principal empresa de encuestas de Colma. El despertar en junio siempre había significado el comienzo de un largo día de clases, trabajo y metas a las que llegar, mientras que el de julio era el principio de un maravilloso día de dedicación personal en el que el tiempo perdía su ficticia dimensión. Además, el ocho de julio era su cumpleaños.
El día de su veintisiete cumpleaños Amalia se levantó en la primera planta de una casa situada en la sierra de Colma 17 km. al norte de la ciudad. La vivienda pertenecía a una pareja de buenos amigos. Éstos le habían ofrecido hospedarse allí a cambio de cuidar la casa durante sus vacaciones. Estar sola y fuera de la ciudad era una buena oportunidad para dedicarse por completo al comienzo de su tesis. Tenía alrededor de dos meses para escribir la presentación antes de entregársela a su directora y, aunque tenía tiempo suficiente, se decía a sí misma que no podía relajarse.
La víspera de su cumpleaños fue la primera noche que Amalia pasó sola en la casa, motivo por el cual pensaba no había conseguido conciliar totalmente el sueño. A pesar de haber dormido en una comodísima cama blanca de recién casados bañada por el reflejo de una luna creciente casi llena, Amalia había extrañado su cama de soltera del centro de la ciudad en la que dormía salpicada por las gotas de luz de la farola que, desde el pequeño parque al que daba su balcón, lograban traspasar la persiana a medio echar. Los sonidos de la noche también la habían desvelado. Estaba acostumbrada a las canciones de los grupos de jóvenes embriagados de amistad una noche cualquiera; a las confesiones de las 3 de la mañana a la luz de la misma farola que salpicaba su sueño; también al camión de la basura, al coche y a la moto de turno y, a estas alturas, después de cinco años viviendo en el mismo piso, se podía decir que también se había acostumbrado a las máquinas segadoras de los jardineros que a principio de cada estación podaban los escasos árboles del parque. Sin embargo, los nocturnos ladridos de los perros guardianes, los madrugadores cantos de los gallos y el matutino piar de los pájaros del campo parecieron confabularse para no dejarla dormir profundamente su primera noche de estancia en la sierra. Se levantó a las 8:35 de la mañana, siete horas después de haberse acostado, sola, algo desorientada y cansada, pero contenta de estar donde estaba.
Dos horas tardó esa mañana en ponerse en marcha, el doble de lo habitual. Los minutos se le escurrieron en levantarse, completar su vestimenta con los pantalones del pijama y desayunar. Al poner el plato con restos de las tostadas con aceite en el fregadero se dio cuenta de la hora que era. Hizo todo lo posible por acelerar su ritmo matutino. Quería empezar a trabajar ese mismo día.
Todavía no había abierto un nuevo documento de texto cuando el aviso de un mensaje en el teléfono la sacó rápidamente de su aún dispersa concentración. Las palabras provenían de Fernanda. A Amalia le hizo sonreír encontrarse esa exaltada felicitación: el mensaje era tal y como se lo imaginaba.
Según la astrología, Saturno, cuyos ciclos son de veintisiete años aproximadamente, vuelve a situarse al cumplir esa edad en el mismo punto en el que estaba el día del nacimiento, lo cual suponía la posibilidad de un renacimiento: cambios importantes internos podían darse y Fernanda, que fue la que le había informado a Amalia de Saturno y su poder, quería recordárselo. Amalia respetaba muchísimo todo lo que su amiga le decía y aunque no hacía de esa información su religión, hacía todo lo posible por tenerla en cuenta.
Releyó el mensaje con una tranquila sonrisa. Al llegar al punto final se sintió muy afortunada por tener cerca tantos y tan dispares seres queridos. Un sentimiento de gratitud hizo que su piel se erizara suavemente. Respiró profundamente llena de satisfacción.
Cuando la pantalla del portátil mostraba un folio a medio escribir, un nuevo sonido volvió a interrumpir su algo menos dispersa concentración. Esta vez fue el de un teléfono antiguo saliendo de su móvil. Sentada frente al ordenador, Amalia pulsó la tecla de descolgar y la voz de su madre la felicitó, como cada año, a las 11:20 h.
La conversación esa mañana se alargó con respecto a otros años ya que su madre quiso saber cómo le había ido en el viaje de regreso a Colma, cómo había pasado su primera noche sola en la casa, si había desayunado y si se había acordado de pedir cita en la peluquería. Después de tantos años aún seguía estando al tanto de los cortes del pelo de su hija, entre otras cosas.
Amalia mantenía un boicot contra las peluquerías desde los 8 años. La causa fue un desafortunado corte de pelo justo el día antes de su primera comunión. Ese día, la peluquera, en lugar de ceñirse a lo que le habían pedido, cortar las puntas y alisar, se aventuró y le cortó a Amalia más de una mano de largo dejándole el pelo en una melena por los hombros. El enfado de Amalia no se apaciguó con el crecimiento del cabello ya que las fotos del evento decorando las paredes principales de la casa familiar le recordaban continuamente lo ridícula que se había sentido ese día ante los constantes comentarios sobre cómo el pelo corto hacía su cara aún más redonda. Esa fatídica fecha Amalia decidió no volver a poner su pelo en manos de una peluquera profesional por lo que a su madre, Rosaura, conociendo la determinación de su hija, no le quedó otra opción que ir a comprar unas buenas tijeras y comenzar a cortárselo ella misma. Cuando se marchó de la casa familiar a la universidad, le envolvió las tijeras en papel de regalo y se las dio como símbolo de su independencia: por fin se sentía libre de la esplendorosa melena morena que su única hija había heredado de su marido.
Después de dieciocho años sin pisar una peluquería, la mañana de un sábado primaveral Amalia volvió a entrar en una sin tener la intención. La encontró paseando por el barrio más antiguo de Colma, al que siempre se dirigía cuando quería hacer de antropóloga. En el entresijo de calles paralelas y perpendiculares se estaban abriendo muchos negocios nuevos y Amalia disfrutaba observando cómo se mezclaba la vida tradicional del barrio con las nuevas tendencias estéticas y sociales que se iban instalando en sus calles. Se fijaba tanto en las tiendas de toda la vida como en las más vanguardistas. La mezcla era tal que entre la pescadería y la papelería de antes de la guerra estaban la tienda de tatuajes y la de complementos naive hechos a mano. Al otro lado de la calle, la librería-cafetería-tienda de ropa con DJ había abierto frente a la farmacia-botica repleta de botes y frascos en estantes de madera que llegaban hasta el techo. Cada vez que Amalia paseaba por esas calles se sorprendía por la variedad de comercios, pero lo que más le llamaba la atención, mucho más que la mezcla, era el giro que algunas de las tiendas tradicionales poco a poco iban dando hasta quedar engalanadas por completo según las últimas tendencias. La carnicería de siempre, la que hace esquina y se llama Cárnicas Rafael, pasó de una semana a otra a cambiar completamente su aspecto. De las cuatro paredes blancas, las tres de fuera del mostrador se convirtieron en un mosaico de rayas; la caja registradora se cambió por un portátil rosa fucsia y, en lugar de las sillas de mimbre para que los mayores no esperaran de pie su turno, apareció un sillón años sesenta de espalda baja y líneas rectas. Enfrente de la carnicería, el zapatero seguía en su pequeño y oscuro local rodeado de pares de zapatos, sólo que junto a los mocasines, arregla botas militares, plataformas de diez centímetros de colores estridentes y botas de tacón que cubren la rodilla completa. Y, junto a éste, la droguería que, además de los botes de pintura plástica, el barniz y la gama completa de rojos para los labios, vende los cuadros que salen del taller de pintura que se realizan en el cuarto de atrás los miércoles por la tarde, talleres a los que asisten desde la pescadera hasta el tatuador.
Ese día Amalia callejeó un poco más de lo habitual. Se metió por algunos recovecos por los que no recordaba haber pasado en mucho tiempo, calles mucho más tranquilas que las anteriores y con menos comercios. A medida que avanzada, los negocios disminuían. Casi habían desaparecido por completo cuando se encontró una peluquería. Por fuera parecía una peluquería más. En el escaparate principal, justo al lado de la puerta de entrada, la peluquera estaba colocando unas fotos como decoración: eran las fotos de una niña el día de su primera comunión. La niña se veía preciosa y contenta de vivir ese día, alegre y luminosa. Tenía el pelo largo, liso, negro y brillante tal cual lo debía haber llevado Amalia para esa misma ocasión. Se quedó unos minutos observando a la peluquera colocando las fotos, muy pensativa, recordando lo que le sucedió ese día años atrás, hasta que, sin ser muy consciente de lo que hacía, entró. Fernanda, la propietaria y única peluquera, se dispuso a atenderla en cuanto terminara de colocar las fotos.
Fernanda era una profesional. Para ella el pelo era una parte más del cuerpo humano con tanta sensibilidad y necesidad de cuidados como cualquier otra. Ella no sólo lavaba, peinaba y cortaba el cabello, sino que en sus manos todas estas acciones eran partes de un mismo proceso a través del cual sanaba la cabellera según el mal que presentara: falta de forma, raíces muy marcadas, puntas abiertas… cualquier problema tenía solución en sus manos y, si los clientes se dejaban, Fernanda les daba claves para saber por qué su cabellera sufría esos males: para ella todo tenía una causa emocional que trataba de explicar con claridad. Esta información era ofrecida siempre y cuando Fernanda considerara que sería acogida con interés por sus pacientes. La presentaba amenizada con una conversación acorde a la persona que estaba tratando ya que los años de práctica en la peluquería, el amor por la comunicación, su gran capacidad de escucha y las noches detrás de la barra de su juventud habían hecho de ella una gran conocedora del género humano. Esta mujer de cuarenta y tres años, de pelo muy corto teñido de un rojo chillón, estatura media, robusta y vestida con minifalda negra, junto a su peluquería eran lo más curioso que Amalia había encontrado en el barrio desde hacía tiempo.
Mientras Fernanda hacía el primer reconocimiento de los males del pelo de Amalia aún en la entrada, ésta tuvo la oportunidad de fijarse detenidamente en el local en el que había entrado impulsada por el pasado. A primera vista todo resultaba acorde con lo que era: tres grandes y cómodos asientos de cuero morados justo enfrente de otros tres amplios y relucientes espejos rectangulares rodeados por una cenefa de pequeños cuadrados rosas y turquesas. A la izquierda de la zona de amputación de los males capilares se encontraba la zona de la limpieza: dos asientos de plástico duro naranja presididos por dos lavabos de cerámica a juego con los sillones. A uno de esos asientos fue dirigida Amalia tras el primer reconocimiento y desde allí, sentada, pudo observar la parte de espera y meditación que durante el tiempo que llevaba dentro del local le había quedado oculta. En la esquina, un amplio sillón de tres plazas estaba cubierto por una colcha de colores tierra y repleto de cojines de variados colores y tamaños, decorados todos con pequeñas lentejuelas en sus costados. Delante del sillón había una mesa de madera rectangular, baja, llena de libros y revistas de sicología, autoayuda, espiritualidad y astrología, así como varias barajas de cartas entre las que Amalia pudo distinguir un tarot. Dos ventanas de madera oscura, una a cada lado de la esquina, cubiertas por cortinas de algodón rojas, le daban a la zona de espera el toque de lugar acogedor de lectura e introspección que quería conseguir.
Al efecto visual que causaba la decoración del lugar había que añadirle el efecto acústico de la música chill out y el olfativo del incienso de sándalo que, desde la mesa-recepción, daba la bienvenida a cualquier persona que entrara en el local. El sentido del tacto se encargaba Fernanda de activarlo a través de sus manos al contacto con el cuero cabelludo. El del gusto, cada cual era libre de estimularlo probando o no los apetitosos trozos de pastel de chocolate con zanahorias que la propia peluquera preparaba para aquellos que se atrevieran a ir más allá del simple corte de pelo en su peluquería, a la que los vecinos llamaban, cariñosamente, peluquería cósmica.
Cuando Amalia volvió a tomar conciencia de ella misma se descubrió sentada sobre uno de los sillones naranja, con el pelo mojado y con las manos de Fernanda lavándolo cuidadosamente. Su cabeza, desconcertada por tantos detalles y adormilada por el masaje capilar, la música y el incienso, se portó mejor de lo que hubiera pensado y no ejerció ningún juicio al respecto del lugar en el que se encontraba ni de su propietaria. Fernanda, segura de que esa nueva clienta aparecida de la nada había llegado a su peluquería por alguna razón concreta que por el momento ninguna de las dos sabían, comenzó a hacerle las típicas preguntas que se hacen a desconocidos. En respuesta, mientras Fernanda se entregaba a su labor de lavarle el cabello, Amalia le contó que era antropóloga, que había estado tres años trabajando y que había vuelto a la universidad para hacer el doctorado. En ese momento se encontraba empezado a pensar en el tema de la tesis, pero todavía no había encontrado nada que la convenciera.
Al escuchar eso Fernanda comprendió el motivo por el cual Amalia había llegado esa mañana a su peluquería: era preciso que alguien la llevara a la Ciudad de los Amantes.
Localización
La Ciudad de los Amantes está situada al sur y a la izquierda de cualquier país con la cabeza en su sitio. Su número de habitantes varía según la estación del año siendo las primaveras, generalmente, las estaciones más pobladas. El nivel de vida, el paro, el clima, la luna, la situación de las estrellas y los planetas, el nivel del mar, la ovulación en las mujeres y la espermatogénesis en los hombres son otros de los factores que influyen en las migraciones de otras ciudades a ésta.
A pesar de los cambios en el número de habitantes, su dimensión parece mantenerse por sí misma para agrado de los Amantes que de esta forma pueden ir caminando de una parte a otra de la ciudad en el caso de que el tráfico esté embotellado o un corte en la electricidad deje sin energía a los tranvías.
Para ser ciudadano de esta ciudad existe un único requisito, necesario para asegurar el buen funcionamiento de la misma: amarse a sí mismo tanto como se ama al prójimo. Actualmente, éste es el único requisito que abre o cierra las puertas a los que quieren vivir en ella y sólo a través del desarrollo de este sentimiento los Amantes tienen la posibilidad de participar en la ciudad y en todo lo que la vida en ella les ofrece.
Para los que no consiguen llegar a tal sentimiento existen numerosas cláusulas que estudian y regulan los casos particulares: porque cada amante es diferente y porque existen numerosos Amantes en potencia por descubrir.
Físicamente, la Ciudad de los Amantes no es particularmente diferente a otras ciudades: tiene parques, plazas, jardines, calles, avenidas y callejones, tiendas, grandes almacenes, escuelas, institutos, universidad, cafeterías, restaurantes, bares, farmacias, cines, teatros y todas las cosas restantes que hacen de un área geográfica una ciudad.
Sus barrios actuales son resultado de la antigua división de la población según su tendencia amatoria: el centro, en el que vivían los solteros, y la periferia del amor, donde convivían las parejas. La periferia estaba formada por dos barrios, el de los enamorados a primera vista, llamado barrio de amantes flechados, y el de los enamorados tras varios vistazos, conocido como barrio de los amantes del conocimiento. Estos barrios periféricos antiguamente eran conocidos por sus habitantes como “barrios del amor”, debido a una ancestral creencia según la cual la confirmación del amor venía con la convivencia de la pareja.
Actualmente, a pesar de la conservación de las tradicionales nomenclaturas, las parejas de los flechados son vecinas de los solteros y de las parejas del conocimiento: el amor va y viene de un barrio a otro sin mirar la calle por la que pasa o la casa a la que entra. Todos los habitantes lo tienen presente. La diferencia está en la forma de vida de cada amante, en la forma de amarse entre ellos.