Capítulo 5
(segunda parte)
Aunque sus días parecían seguir
guiados por la total normalidad, algo en ellos había cambiado.
Desde fuera se podía comprobar que Amalia continuaba levantándose a la misma hora y realizando sus dinámicas matutinas hasta bajar a tomar el desayuno cinco minutos antes de que cerraran el comedor, siempre a las 9:25. Se terminaba el desayuno mientras Emilia, o la que estuviera ese día, recogía el comedor y, con ayuda de otra compañera, empezaban a prepararlo para el almuerzo. Después se dirigía al cuarto de baño que había en el pasillo hacia la salida para lavarse los dientes e irse directamente a la Universidad. Allí pasaba toda la mañana y parte de la tarde trabajando en la tesis. Almorzaba en el comedor de la facultad y no regresaba a la residencia hasta bien entrada la tarde. Excepto los días que había quedado con Jorge o alguna noche que se animaba a ir a un acto social con Ana y Raúl, no hacía nada que se saliera de esta dinámica. Esta iba siendo su cotidianeidad durante el último año en la residencia, hasta que Abel regresó.
Su presencia hizo que poco a poco Amalia, respetando la distancia que él necesitaba, fuera sintiendo la necesidad de hacerse notar. Ella estaba segura de que él también pensaba constantemente en la posibilidad de encontrársela en cualquier momento por los pasillos. Para ella era inevitable pensarlo. Con el paso de los días y la intención de evitar un nuevo encontronazo, comenzó a jugar a buscarlo por la residencia.
Al cumplirse la primera semana desde su regreso, Amalia pensó que le parecía muy raro no habérselo encontrado ni una sola vez, ni si quiera de refilón. La hipótesis de que él estaría haciendo todo lo posible por no coincidir con ella cogió fuerza en ella. Por este motivo decidió ponérselo difícil.
Lo primero que hizo fue intentar descubrir si cuando ella se iba por las mañanas él ya estaba trabajando en el salón de actos. Solo tuvo que hacer un pequeño comentario sobre lo tranquilo que se veía el hall antes de salir para que Fernando le dijera que eso era a esa hora, porque un rato antes, a las 9, cuando comenzaban los ensayos de Abel, aquello se ponía imposible de transitar durante unos diez minutos. Muy poco le había costado conseguir la primera información: si quería encontrarse con él tenía que salir de la residencia a las 9 de la mañana.
Su primer intento no dio buenos resultados. Madrugó más de lo normal, bajó a desayunar y consiguió pasar por la recepción a las 9 en punto. Se encontró con un montón de personas que esperaban a que las puertas del salón de actos se abrieran, pero entre esa marabunta no consiguió vislumbrar a Abel.
Los días siguientes continuó con sus intentos. Unos días adelantaba o retrasaba ligeramente la hora de bajada; otros, hacía como que justo cuando se iba se le había olvidado algo y regresaba a por ello. Por intentar encontrárselo hasta cambió su costumbre de lavarse los dientes en el baño del pasillo y volvía a su habitación por si acaso se lo encontraba en las escaleras, pero no había modo.
A las dos semanas se cansó de probar. Nunca pensó que sabiendo la hora a la que comenzaba a trabajar fuera tan complicado encontrarse con él, aunque solo fuera cruzárselo. Estuvo varios días sin probar, volviendo a su horario habitual donde su vida comenzaba más o menos cuarenta minutos después que la de Abel. Separados por 40 minutos, tan cerca y tan lejos.
Al tercer día de salir de la RICA en su horario habitual, Fernando le preguntó si se había cansado de madrugar. Amalia, que no se animaba a ser totalmente sincera, le contó que había estado haciendo una observación de la dinámica de los niños al entrar al colegio. Fernando le preguntó que si había observado la llegada de los profesores antes de que llegaran los alumnos. Ante su reacción de extrañeza, Fernando continuó comentándole que los profesores en la Ciudad solían llegar unos 20 minutos antes de que llegaran los alumnos para hacerse al lugar y preparar la clase para darles la bienvenida. En su opinión era algo para ver. Amalia le dio las gracias por la información y le prometió que al día siguiente iría al colegio aún antes, a ver si conseguía captar ese momento.
O estaba loca, pensó, o Fernando había querido que ella saliera antes de la residencia. Quizás le estuviera pasando información sobre el horario de Abel, se le ocurrió, pero no sabía porqué motivo habría de hacerlo. No había más que una forma de averiguarlo y era estando en la recepción a las 8:40.
Ese día desayunó rapidísimo. No estaba acostumbrada a levantarse tan temprano y menos con tanta prisa. Si se levantaba con prisa le era imposible ir al baño, así que ese día se fue con los intestinos llenos de los restos del día anterior. El desayuno casi no le entró y al terminar no tuvo tiempo ni para lavarse los dientes, ya se los lavaría en la facultad, pensó mirando la hora por el pasillo que dirigía a la salida. Al llegar a la recepción todo estaba muy tranquilo. Saludó a Fernando y este la entretuvo un momento. La llamó para mostrarle una noticia que salía en el periódico pero Amalia tenía que hacer como la que tenía prisa por ir a cazar a los profesores. Fernando le insistió diciéndole que sería solo un momento, estaba seguro de que era una noticia muy interesante para ella. Nada más enseñarle el titular, apareció Abel dando los buenos días por su derecha. Amalia respondió por inercia antes de darse cuenta quién era el que había saludado.
-Buenos días, Abel -dijo Fernando muy animado-. Mira, le estaba enseñando a Amalia los datos de las pruebas de entrada durante el año pasado, ya sabes, la cantidad de gente que las inicia, los que las terminan, los que continúan, los que las pasan, las abandonan y demás. Amalia, tú estarás en los que las han iniciado pero no las han terminado ¿no?
-Así es -dijo Amalia tímidamente. Su objetivo la había alcanzado a ella por sorpresa y a pesar de que no era la primera vez que le ocurría esto en la Ciudad, no terminaba de acostumbrarse.
-El año que viene aparecerás como un número dentro de las personas que las han superado -afirmó Fernando con mucha seguridad.
-Bueno, eso ya lo veremos -dijo Amalia con ciertas dudas.
Abel aprovechó el minúsculo silencio que marcaba el momento idóneo del cambio de tema en la conversación para pedirle a Fernando las llaves del salón de actos. Excusó el abandono del grupo por las prisas mañaneras. Las cogió y se despidió deseándoles que pasaran un buen día.
Al quedarse los dos solos de nuevo, Fernando se quitó la careta y le preguntó a Amalia, esbozando una sonrisa, que si había merecido la pena el madrugón para ver la llegada de los profesores a la escuela. Amalia le respondió con algunas palabras sueltas que, ayudadas por el gesto, expresaban cierta duda. Suponía que sí, le dijo finalmente, pero no había sido como se esperaba. Fernando intentó tranquilizarla diciéndole que con el tiempo y la costumbre, las cosas se veían de otra manera. Quizás debería seguir intentándolo.
Desde ese día Amalia comenzó a salir prácticamente una hora antes de lo que lo había estado haciendo durante los dos años anteriores. A veces la llegada de Abel la sorprendía hablando con Fernando, otras veces lo veía meterse en el salón de actos o llegaba justo cuando Fernando le daba las llaves para poder entrar. Por fin le había cogido el ritmo a encontrárselo. Poco a poco Amalia fue pasando de ponerse nerviosa al verlo, a divertirse viendo cómo la saludaba cada día, la cara que ponía y, sobre todo, disfrutaba de la nueva complicidad con Fernando. A la semana quiso aumentar la dificultad del reto y coincidir con él en el desayuno.
El límite sicológico de Amalia para levantarse era las 8 de la mañana. Levantarse a las 7:55 le costaba infinitamente más que levantarse a las 8. Aprovechando que la primavera estaba ya muy cerca y que a esa hora era ya prácticamente de día, decidió intentarlo con más convencimiento de lo habitual. Una noche puso el despertador a las 7:45 y a la mañana siguiente lo consiguió. Se levantó a las 7:50 y a las 8 estaba en el comedor con la esperanza de verlo sentado en alguna de las mesas. Tras un primer vistazo todas sus ilusiones se esfumaron y de pronto sintió el cansancio del madrugón que hasta ese momento no había notado.
Emilia, que observaba de cerca los movimientos de Amalia, iba a ser otra de sus ayudantes en la sombra. Desde que los vio encontrarse en el comedor, hacía más de un mes, pensaba que era una pena que se hubieran alejado tanto el uno del otro. Desde siempre le había parecido que tenían una relación muy bonita. A los pocos meses de llegar Abel, todas las trabajadoras del comedor se dieron cuenta de que estaba interesado en Amalia y no sabían porqué ella no terminaba de verlo. Lo achacaban a que no era una Amante. Aún así confiaban en que tarde o temprano él conseguiría conquistarla. Pero de pronto algo pasó y al regresar del verano ya no se les había vuelto a ver juntos. Lo siguiente, después del tiempo que él había pasado con su madre, fue que un iceberg se instaló entre ellos.
Ese día Emilia la recibió preguntándole si se había caído de la cama. Amalia, cuyo sentido del humor se encontraba en la cuerda floja, le contestó con un resoplido esperando no tener que articular palabra alguna. La camarera, a la que sus casi sesenta años le habían enseñado que más valía no tomarse la vida demasiado en serio, le dijo directamente que si quería conseguir su objetivo, tendría que madrugar aún un poco más. -Las mejores piezas- le dijo- se cogen siempre al amanecer.
Al decir esto se dio media vuelta y se metió en la cocina. Amalia se quedó con la boca abierta. ¿Tanto se le notaba que lo estaba buscando? En el fondo le daba igual, pensó, de hecho, ese era uno de sus objetivos: que él notara que quería acercarse pero que a la vez quería seguir respetando la distancia que él necesitaba. Amalia pensaba que así quizás él se ablandara un poco y fuera sintiendo la necesidad de aminorar ese maldito espacio que había establecido entre los dos. Parecía que se estaba dando cuenta todo el mundo excepto él. Hasta el momento seguía encontrándoselo en la entrada justo al salir, pero no había notado nada que le pudiera hacer pensar que él se había dado cuenta de su estrategia. Sin embargo, esto era algo que Abel había notado desde el principio. Un día y dos podían ser casualidad, pero tres y cuatro siempre a la misma hora ya no creía que lo fuera. Jugando con la ventaja de que Fernando era su confidente, una mañana, en uno de los descansos de los ensayos salió a la recepción para preguntarle si sabía por qué motivo Amalia estaba saliendo antes últimamente. Fernando, sin dudarlo un instante, le contestó que simplemente para encontrarse con él. Al oír eso, Abel sintió un calor que le recorrió todo el cuerpo por dentro en un microsegundo. Era alegría lo que había sentido al pensar que Amalia estaba haciendo algo activamente para acercarse a él. Nunca se lo habría imaginado.
Abel quiso mostrar cierta duda ante lo que Fernando le dijo, hacerse un poco el duro, a pesar de que con el bedel eso no le serviría de nada. Por eso le preguntó cómo lo sabía y él le respondió que simplemente lo sabía.
A Amalia no le quedada otra. Si quería encontrárselo durante el desayuno tendría que levantarse antes. Emilia le había dicho que con el amanecer. Podría preguntarle directamente la hora pero como en el fondo no pensaba levantarse a las 7 de la mañana, decidió intentarlo a las 7:30h. -Si fuera verano -pensó- no me costaría tantísimo trabajo -. Amalia pensaba eso recordando las vacaciones que pasó en Ávera el verano de su primer año de beca, cuando se levantaba a las 7:30 de la mañana para ir a caminar por el paseo marítimo con su madre. Lo hizo durante dos semanas y el recuerdo que tenía de esos momentos del día era muy agradable. Quizás tendría que planteárselo así, pensó. Imaginarse que estaba en casa de sus padres y que tras levantarse a esa hora la esperaría un delicioso desayuno al aire fresco de las mañanas de julio que tanto le gustaban. Podría probar, se dijo a sí misma, de todas formas lo único que perdería serían 20 minutos más de sueño.
Lo mejor de esas caminatas matinales con su madre eran definitivamente los desayunos. Cuando regresaban a la casa, su padre, que estaba de vacaciones, les tenía preparado un espléndido desayuno en el porche con bollería, tostadas, café, té y frutas. Ambas lo probaban todo sin ningún remordimiento ya que el ejercicio previo les hacía perder cualquier sentimiento de culpa por su glotonería.
Esos días Amalia no se encontraba de humor para estar con mucha gente. A ratos pensaba que quizás no había sido buena idea ir a Ávera en ese estado ya que todos sus amigos querían verla y ella no tenía excusa posible. Las vacaciones de su padre le habían servido para retrasar alguna cita, pero no para eludirla completamente. A la semana de estar en casa su padre comenzó a trabajar de nuevo y a Amalia aún le quedaban un par de semanas por allí hasta regresar a la Ciudad. Eran justo las dos semanas que prometían ser más interesantes por la llegada de Iván.
Cuando Amalia llegó a Ávera se cumplieron tres meses desde que Marcos se había marchado de viaje. En todo ese tiempo lo único que había recibido de él era un mensaje en el que decía que se encontraba bien. Eso fue a principios de junio, a las tres semanas de su marcha. Desde ese momento, nada. Ella dejó de escribirle y de llamarlo por teléfono constantemente poco después de recibir ese mensaje. Desde entonces, de vez en cuando había hecho alguna llamada y le había enviado algún correo electrónico, pero sin recibir respuesta alguna por su parte. Era como si se lo hubiera tragado la tierra.
Antes de ir a Ávera, Amalia pasó unos días en Colma, sobre todo con la idea de poder hablar tranquilamente con sus amigas. Había muchas cosas en esta historia que le costaba entender y aceptar. Lo que más era el hecho de que, si de verdad sentía las cosas que le había dicho repetidamente durante los meses que pasaron juntos, pudiera desaparecer de esa forma y no necesitara saber nada de ella ni sentirla cerca.
Fernanda la ayudó mucho a entender ciertas cosas. Tras largas charlas con ella pudo llegar a comprender su comportamiento, aunque fuera de pasada. Pero a pesar de llegar a entenderlo era un comportamiento que no aceptaba y que seguía juzgando como negativo. Con esa experiencia, los Amantes habían dejado de ser para ella un ideal al que llegar. Ese comportamiento, más que resultado de quererse a sí mismo tanto como al prójimo, a Amalia le parecía consecuencia de quererse a sí mismo mucho más que a los demás.
Se alojó de nuevo en la casa de Coco y Dani. Coincidió con ellos unos días y después tuvo la casa para ella sola. En ese tiempo le fue inevitable no ponerse a recordar el verano anterior cuando estaba tan entregada a la escritura y cuando, a mediados de julio, justo un año antes, conoció a Marcos en el camping. Con los recuerdos, Amalia vivió en sus carnes la elasticidad del tiempo: por momentos le parecía que acababa de regresar del camping con sus amigas y a ratos le parecía que eso había sucedido hacía muchísimo tiempo. Cada viaje mental acababa de la misma manera: con ella sola delante de la piscina mirando el cielo azul sobre la sierra. Ese verano, igual que el verano anterior, la piscina estaba vacía.
A pesar de que llevaba meses con la investigación abandonada, Amalia aprovechó uno de esos días para ir a ver a Ángeles Barroso. No tenía especial interés pero no podía seguir dándole largas.
No se llevó material ni tenía mucho que contarle más allá de las dudas y los pensamientos negativos sobre si seguir o no con el proyecto. Al oírla, Ángeles se tragó las ganas de regañarla por no hacer de madre. No sabía lo que le había ocurrido pero intuía que ese estado de desinterés, por no decir aversión, por la Ciudad y sus habitantes, era consecuencia de una historia sentimental. Sin querer saber los detalles y sin querer forzarla a nada, le recordó que como muy tarde a principios de septiembre tendría que entregar un informe de lo que llevaba hecho en su investigación para que el comité de becas de RICA lo estudiara. Con poco que entregara le renovarían la beca, pero si no entregaba nada la echarían a la calle. Si ella sentía que no era el momento podría dejar la investigación, le explicó Ángeles, ella era la que elegía seguir o parar. Si en algún otro momento quería retomarla era bastante probable que le renovaran de nuevo la beca, pero para ello tendría que entregar el informe. Si no entregaba nada y no tenía una causa justificada, además de echarla, era muy difícil que la volvieran a readmitir en algún otro momento.
La cita con Ángeles sirvió para que Amalia comenzara a plantearse por qué había querido hacer esa investigación. Qué era lo que la había movido a irse a vivir allí y qué ganaría con eso. En un principio lo que la motivó fue aprender de los Amantes, aprender a ser de esas personas que son felices y que, a pesar de tener malos momentos, consiguen que un estado de bienestar no los abandone del todo. Ella los veía como personas que pasara lo que pasara eran capaces de guardar siempre al menos una pizca de serenidad. Además, quería conocerse más a sí misma. Quería saber si formaba parte de alguno de los tres tipos de Amantes.
Estas fueron las primeras razones que le vinieron a la cabeza. Pero en todo esto había algo que la despistaba: si en un principio había comenzado movida por aprender de los Amantes para llegar a ser una de ellos, ¿por qué todavía no había hecho las pruebas de entrada? Desde aquella primera vez que Jorge se las nombró, no había vuelto a hablar de ellas con nadie. Jorge no le había vuelto a sacar el tema, ni Cristina tampoco. Amalia sabía que eso era una pieza clave, entonces, ¿por qué no las encaraba?
Esa pregunta siguió dándole vueltas en la cabeza durante prácticamente todas las vacaciones. Lo habló con Luisa, con María y con Fernanda. Alguna vez tuvo la tentación de hablarlo también con Cristina e incluso con Jorge, pero sabía que hablarlo con ellos supondría tomar una decisión al respecto, algo para lo que aún no se veía preparada. Cuando Iván regresó a Ávera también habló con él del tema. Fue al único al que no le puso pegas durante ese verano.
A pesar de que hacía un año que no se veían, ambos estaban al tanto de las novedades del otro. Iván sabía que Amalia ya no se veía con Marcos, aunque no conoció los detalles de la historia hasta que estuvieron juntos.
Sin muchas cosas que hacer, ambos cogieron la dinámica de ir a pasear por las tardes a la playa. Entre paso y paso, Amalia le contó su historia con Marcos. Se sinceró con él mostrándole todo su desconcierto y tristeza como no lo había hecho nunca antes.
Iván, por su parte, a medida que pasaban los días se dio cuenta de que se estaba sintiendo especialmente cómodo con Amalia. Pensó que podía deberse a la conversación que tuvieron en la fiesta sorpresa del verano anterior. Por fin habían aclarado algo que llevaban años apartando pero que a veces se les ponía por delante y hacía que la relación entre ellos pasara por momentos raros. Para él estaba todo cerrado y, de hecho, a veces pensaba que el haberlo hablado le estaba ayudado en su nueva relación, de la que aún tenía pendiente informarla.
Impulsado por cierta sospecha sobre cómo podría Amalia recoger la noticia de la existencia de Micaela, Iván dejó pasar los días hasta que ya no tuvo más tiempo. El día antes de marcharse habían quedado para dar un paseo al atardecer como cada tarde. Él siempre la recogía en la casa de sus padres, se dirigían hacia el paseo marítimo y lo recorrían entero hasta la otra punta de la bahía. Desde ahí se divisaba toda la costa de Ávera. Se quedaban un rato disfrutando del paisaje y continuaban el camino de regreso. Cuando esa tarde llegaron al final del paseo marítimo, se sentaron para descansar y contemplar la costa. En ese momento Iván comenzó a explicarle que le había pasado algo que quería contarle. Le habló de cómo había conocido a Micaela y de lo que sentía por ella. A Amalia la noticia le sorprendió mucho. Su reacción le hizo comprender a Iván que no se había equivocado al pensar que quizás no era el mejor momento para compartir esa noticia con ella. A pesar de que trató de disimularlo, a Iván le pareció ver algo raro en el gesto de Amalia y al preguntarle ella hizo todo lo posible por disfrazar lo que sentía de cierta envidia sana por lo que estaba viviendo. En realidad, Amalia sentía tantas cosas mezcladas que no sabía qué nombre ponerle. Por su cabeza pasaba de todo, desde despecho por sentirse engañada por no habérselo contado antes, hasta rabia por la marcha de Marcos y tristeza por no tener a nadie a su lado. Pero aún sentía otras muchas cosas más que no sabía, ni podía, ni quería pararse a analizar. Solo quería que todo pasara lo antes posible.
Al llegar a casa se sentó en el porche. Era casi de noche y sus padres no estaban. No había nadie, estaba ella sola con todo el vacío que sentía por dentro. Miles de frases pasaban por su cabeza pero ninguna le servía para poder animarla mínimamente. No encontraba las palabras que la pudieran hacer pensar que nada era tan importante, ni si quiera ella misma lo era. Podría haberse quedado ahí horas, sin moverse, dejándose comer por los pensamientos que la hacían sentirse cada vez peor si no hubiera sido porque en ese momento sonó su teléfono. Era Cristina. Ahí mismo, sentada en el columpio de tres plazas a rayas blancas y verdes del porche, respondió como si fuera su única salida a la salvación.
A Cristina no le hizo falta saber nada de lo que había pasado, solo necesitó oírla para asegurarse de que estaba muy cerca del colapso. Si era cierto, pensaba, le quedaría muy poco para caer del todo. Desde ese momento ya solo habría una posibilidad: volver a levantarse. Cristina vio rápidamente que nada de lo que decía Amalia tenía sentido, eran todos pensamientos cuchillos que asustaban, pero que en el fondo ni si quiera estaba afilados como para hacer tanto daño. Para quien pudiera observarla desde fuera, las afirmaciones de Amalia eran muy fáciles de desmontar, pero ella aún no tenía las herramientas. Cristina era consciente de que había muchas formas posibles que ayudarían a Amalia a salir de ahí, a superar esos pensamientos que la tenían paralizada y, sobre todo, la estaban haciendo sufrir más de la cuenta. Pero ella, personalmente, solo conocía una: realizar las pruebas de entrada.
Para Cristina ese era, sin duda alguna, el mejor momento para iniciarlas. La decisión final, como siempre, dependía solo de ella.
Para lo único que sirvió poner el despertador tan temprano esa mañana fue para volver a apagarlo y quedarse completamente dormida al momento. No le sirvió nada de lo que había intentado: ni imaginarse que era verano, que estaba de vacaciones o que se iba de excursión. Se despertó una hora más tarde, ya sin tiempo de encontrarse a Abel por ningún lado. El desánimo del primer momento desapareció al pensar que por un día tampoco pasaría nada. Se le ocurrió que incluso podría ser bueno desaparecer un día, quizás eso cambiara en algo la reacción de Abel. Decidió tomarse la mañana con calma y seguir el horario que era el natural en ella.
Después de varias semanas bajó a desayunar con el cepillo de dientes y la pasta en el bolso pasadas las 9. Emilia, al verla, le preguntó sonriendo que si ese era el concepto que ella tenía de madrugar aún más y Amalia contestó explicándole lo que le había pasado con un gesto de resignación. La camarera se rió y se marchó diciendo que había personas para las que no estaban hechas las mañanas. Amalia cogió su bandeja y se sentó en una mesa sin elegirla previamente. No habían pasado ni cinco minutos desde que había entrado en el comedor cuando alguien se le acercó por detrás y le pidió disculpas por molestarla. Era Abel.
Sin darle tiempo a que se planteara conjeturas, Abel fue al grano. Le dijo que había esperado encontrársela por la mañana en el hall, pero que al no verla había decidido probar suerte y ver si estaba en el comedor antes de empezar con los ensayos. Ella pensó que la vida no era justa. Él había decidido probar suerte ese día y la había encontrado a la primera pero ella, de no ser por la ayuda que había recibido, dudaba mucho de haber conseguido coincidir con él esos segundos cada día. La estaba buscando para darle entradas del preestreno de su obra en la residencia. Además quería que le hiciera el favor de hacerle llegar esas entradas a varias personas, entre las que se encontraban Cristina y Jorge. Había más, por si quería dársela a más gente. También había una para ella.
-¿Vas a dejar que esté tan cerca de ti durante casi dos horas? -preguntó Amalia con una ironía que no hacía despierta a esas horas.
-Llevo dos semanas dejando que te acerques a mí, cada día, a las 8:40 -respondió Abel sabiendo muy bien lo que implicaba esa confesión.
En un primer momento, tras oír esas palabras Amalia se indigno. ¡Cómo era posible que le hubiera estado ocultando que sabía lo que estaba haciendo! Pensó que eso no era un juego limpio.
-¿Lo sabías?- preguntó Amalia más indignada que sorprendida.
-¿Pero por quién me tomas? Lo difícil hubiera sido no darse cuenta... -dijo Abel riéndose por su reacción-. Pero si alguna vez hasta te he visto en la columna del pasillo esperando a que yo pasara...
-Yo no he hecho eso -negó Amalia como una niña a la que le echan la culpa de haber hecho algo malo.
-Sí que lo has hecho... -contentó Abel sonriendo.
-Bueno -confesó Amalia-, pero solo una vez. El caso es que me has dejado seguir haciéndolo... -preguntó de nuevo la niña queriendo saber si su travesura no era tan mala como parecía.
-¿Qué querías que hiciera? ¿Qué te impidiera salir a esa hora? -preguntó Abel.
-No, pero sabiendo que yo había cogido tu hora de entrar podrías haberla variado...
-Ya -se paró un momento pensativo-, pero entonces -continuó- me hubiera perdido verte durante esos treinta segundos cada día...
Desde fuera se podía comprobar que Amalia continuaba levantándose a la misma hora y realizando sus dinámicas matutinas hasta bajar a tomar el desayuno cinco minutos antes de que cerraran el comedor, siempre a las 9:25. Se terminaba el desayuno mientras Emilia, o la que estuviera ese día, recogía el comedor y, con ayuda de otra compañera, empezaban a prepararlo para el almuerzo. Después se dirigía al cuarto de baño que había en el pasillo hacia la salida para lavarse los dientes e irse directamente a la Universidad. Allí pasaba toda la mañana y parte de la tarde trabajando en la tesis. Almorzaba en el comedor de la facultad y no regresaba a la residencia hasta bien entrada la tarde. Excepto los días que había quedado con Jorge o alguna noche que se animaba a ir a un acto social con Ana y Raúl, no hacía nada que se saliera de esta dinámica. Esta iba siendo su cotidianeidad durante el último año en la residencia, hasta que Abel regresó.
Su presencia hizo que poco a poco Amalia, respetando la distancia que él necesitaba, fuera sintiendo la necesidad de hacerse notar. Ella estaba segura de que él también pensaba constantemente en la posibilidad de encontrársela en cualquier momento por los pasillos. Para ella era inevitable pensarlo. Con el paso de los días y la intención de evitar un nuevo encontronazo, comenzó a jugar a buscarlo por la residencia.
Al cumplirse la primera semana desde su regreso, Amalia pensó que le parecía muy raro no habérselo encontrado ni una sola vez, ni si quiera de refilón. La hipótesis de que él estaría haciendo todo lo posible por no coincidir con ella cogió fuerza en ella. Por este motivo decidió ponérselo difícil.
Lo primero que hizo fue intentar descubrir si cuando ella se iba por las mañanas él ya estaba trabajando en el salón de actos. Solo tuvo que hacer un pequeño comentario sobre lo tranquilo que se veía el hall antes de salir para que Fernando le dijera que eso era a esa hora, porque un rato antes, a las 9, cuando comenzaban los ensayos de Abel, aquello se ponía imposible de transitar durante unos diez minutos. Muy poco le había costado conseguir la primera información: si quería encontrarse con él tenía que salir de la residencia a las 9 de la mañana.
Su primer intento no dio buenos resultados. Madrugó más de lo normal, bajó a desayunar y consiguió pasar por la recepción a las 9 en punto. Se encontró con un montón de personas que esperaban a que las puertas del salón de actos se abrieran, pero entre esa marabunta no consiguió vislumbrar a Abel.
Los días siguientes continuó con sus intentos. Unos días adelantaba o retrasaba ligeramente la hora de bajada; otros, hacía como que justo cuando se iba se le había olvidado algo y regresaba a por ello. Por intentar encontrárselo hasta cambió su costumbre de lavarse los dientes en el baño del pasillo y volvía a su habitación por si acaso se lo encontraba en las escaleras, pero no había modo.
A las dos semanas se cansó de probar. Nunca pensó que sabiendo la hora a la que comenzaba a trabajar fuera tan complicado encontrarse con él, aunque solo fuera cruzárselo. Estuvo varios días sin probar, volviendo a su horario habitual donde su vida comenzaba más o menos cuarenta minutos después que la de Abel. Separados por 40 minutos, tan cerca y tan lejos.
Al tercer día de salir de la RICA en su horario habitual, Fernando le preguntó si se había cansado de madrugar. Amalia, que no se animaba a ser totalmente sincera, le contó que había estado haciendo una observación de la dinámica de los niños al entrar al colegio. Fernando le preguntó que si había observado la llegada de los profesores antes de que llegaran los alumnos. Ante su reacción de extrañeza, Fernando continuó comentándole que los profesores en la Ciudad solían llegar unos 20 minutos antes de que llegaran los alumnos para hacerse al lugar y preparar la clase para darles la bienvenida. En su opinión era algo para ver. Amalia le dio las gracias por la información y le prometió que al día siguiente iría al colegio aún antes, a ver si conseguía captar ese momento.
O estaba loca, pensó, o Fernando había querido que ella saliera antes de la residencia. Quizás le estuviera pasando información sobre el horario de Abel, se le ocurrió, pero no sabía porqué motivo habría de hacerlo. No había más que una forma de averiguarlo y era estando en la recepción a las 8:40.
Ese día desayunó rapidísimo. No estaba acostumbrada a levantarse tan temprano y menos con tanta prisa. Si se levantaba con prisa le era imposible ir al baño, así que ese día se fue con los intestinos llenos de los restos del día anterior. El desayuno casi no le entró y al terminar no tuvo tiempo ni para lavarse los dientes, ya se los lavaría en la facultad, pensó mirando la hora por el pasillo que dirigía a la salida. Al llegar a la recepción todo estaba muy tranquilo. Saludó a Fernando y este la entretuvo un momento. La llamó para mostrarle una noticia que salía en el periódico pero Amalia tenía que hacer como la que tenía prisa por ir a cazar a los profesores. Fernando le insistió diciéndole que sería solo un momento, estaba seguro de que era una noticia muy interesante para ella. Nada más enseñarle el titular, apareció Abel dando los buenos días por su derecha. Amalia respondió por inercia antes de darse cuenta quién era el que había saludado.
-Buenos días, Abel -dijo Fernando muy animado-. Mira, le estaba enseñando a Amalia los datos de las pruebas de entrada durante el año pasado, ya sabes, la cantidad de gente que las inicia, los que las terminan, los que continúan, los que las pasan, las abandonan y demás. Amalia, tú estarás en los que las han iniciado pero no las han terminado ¿no?
-Así es -dijo Amalia tímidamente. Su objetivo la había alcanzado a ella por sorpresa y a pesar de que no era la primera vez que le ocurría esto en la Ciudad, no terminaba de acostumbrarse.
-El año que viene aparecerás como un número dentro de las personas que las han superado -afirmó Fernando con mucha seguridad.
-Bueno, eso ya lo veremos -dijo Amalia con ciertas dudas.
Abel aprovechó el minúsculo silencio que marcaba el momento idóneo del cambio de tema en la conversación para pedirle a Fernando las llaves del salón de actos. Excusó el abandono del grupo por las prisas mañaneras. Las cogió y se despidió deseándoles que pasaran un buen día.
Al quedarse los dos solos de nuevo, Fernando se quitó la careta y le preguntó a Amalia, esbozando una sonrisa, que si había merecido la pena el madrugón para ver la llegada de los profesores a la escuela. Amalia le respondió con algunas palabras sueltas que, ayudadas por el gesto, expresaban cierta duda. Suponía que sí, le dijo finalmente, pero no había sido como se esperaba. Fernando intentó tranquilizarla diciéndole que con el tiempo y la costumbre, las cosas se veían de otra manera. Quizás debería seguir intentándolo.
Desde ese día Amalia comenzó a salir prácticamente una hora antes de lo que lo había estado haciendo durante los dos años anteriores. A veces la llegada de Abel la sorprendía hablando con Fernando, otras veces lo veía meterse en el salón de actos o llegaba justo cuando Fernando le daba las llaves para poder entrar. Por fin le había cogido el ritmo a encontrárselo. Poco a poco Amalia fue pasando de ponerse nerviosa al verlo, a divertirse viendo cómo la saludaba cada día, la cara que ponía y, sobre todo, disfrutaba de la nueva complicidad con Fernando. A la semana quiso aumentar la dificultad del reto y coincidir con él en el desayuno.
El límite sicológico de Amalia para levantarse era las 8 de la mañana. Levantarse a las 7:55 le costaba infinitamente más que levantarse a las 8. Aprovechando que la primavera estaba ya muy cerca y que a esa hora era ya prácticamente de día, decidió intentarlo con más convencimiento de lo habitual. Una noche puso el despertador a las 7:45 y a la mañana siguiente lo consiguió. Se levantó a las 7:50 y a las 8 estaba en el comedor con la esperanza de verlo sentado en alguna de las mesas. Tras un primer vistazo todas sus ilusiones se esfumaron y de pronto sintió el cansancio del madrugón que hasta ese momento no había notado.
Emilia, que observaba de cerca los movimientos de Amalia, iba a ser otra de sus ayudantes en la sombra. Desde que los vio encontrarse en el comedor, hacía más de un mes, pensaba que era una pena que se hubieran alejado tanto el uno del otro. Desde siempre le había parecido que tenían una relación muy bonita. A los pocos meses de llegar Abel, todas las trabajadoras del comedor se dieron cuenta de que estaba interesado en Amalia y no sabían porqué ella no terminaba de verlo. Lo achacaban a que no era una Amante. Aún así confiaban en que tarde o temprano él conseguiría conquistarla. Pero de pronto algo pasó y al regresar del verano ya no se les había vuelto a ver juntos. Lo siguiente, después del tiempo que él había pasado con su madre, fue que un iceberg se instaló entre ellos.
Ese día Emilia la recibió preguntándole si se había caído de la cama. Amalia, cuyo sentido del humor se encontraba en la cuerda floja, le contestó con un resoplido esperando no tener que articular palabra alguna. La camarera, a la que sus casi sesenta años le habían enseñado que más valía no tomarse la vida demasiado en serio, le dijo directamente que si quería conseguir su objetivo, tendría que madrugar aún un poco más. -Las mejores piezas- le dijo- se cogen siempre al amanecer.
Al decir esto se dio media vuelta y se metió en la cocina. Amalia se quedó con la boca abierta. ¿Tanto se le notaba que lo estaba buscando? En el fondo le daba igual, pensó, de hecho, ese era uno de sus objetivos: que él notara que quería acercarse pero que a la vez quería seguir respetando la distancia que él necesitaba. Amalia pensaba que así quizás él se ablandara un poco y fuera sintiendo la necesidad de aminorar ese maldito espacio que había establecido entre los dos. Parecía que se estaba dando cuenta todo el mundo excepto él. Hasta el momento seguía encontrándoselo en la entrada justo al salir, pero no había notado nada que le pudiera hacer pensar que él se había dado cuenta de su estrategia. Sin embargo, esto era algo que Abel había notado desde el principio. Un día y dos podían ser casualidad, pero tres y cuatro siempre a la misma hora ya no creía que lo fuera. Jugando con la ventaja de que Fernando era su confidente, una mañana, en uno de los descansos de los ensayos salió a la recepción para preguntarle si sabía por qué motivo Amalia estaba saliendo antes últimamente. Fernando, sin dudarlo un instante, le contestó que simplemente para encontrarse con él. Al oír eso, Abel sintió un calor que le recorrió todo el cuerpo por dentro en un microsegundo. Era alegría lo que había sentido al pensar que Amalia estaba haciendo algo activamente para acercarse a él. Nunca se lo habría imaginado.
Abel quiso mostrar cierta duda ante lo que Fernando le dijo, hacerse un poco el duro, a pesar de que con el bedel eso no le serviría de nada. Por eso le preguntó cómo lo sabía y él le respondió que simplemente lo sabía.
A Amalia no le quedada otra. Si quería encontrárselo durante el desayuno tendría que levantarse antes. Emilia le había dicho que con el amanecer. Podría preguntarle directamente la hora pero como en el fondo no pensaba levantarse a las 7 de la mañana, decidió intentarlo a las 7:30h. -Si fuera verano -pensó- no me costaría tantísimo trabajo -. Amalia pensaba eso recordando las vacaciones que pasó en Ávera el verano de su primer año de beca, cuando se levantaba a las 7:30 de la mañana para ir a caminar por el paseo marítimo con su madre. Lo hizo durante dos semanas y el recuerdo que tenía de esos momentos del día era muy agradable. Quizás tendría que planteárselo así, pensó. Imaginarse que estaba en casa de sus padres y que tras levantarse a esa hora la esperaría un delicioso desayuno al aire fresco de las mañanas de julio que tanto le gustaban. Podría probar, se dijo a sí misma, de todas formas lo único que perdería serían 20 minutos más de sueño.
Lo mejor de esas caminatas matinales con su madre eran definitivamente los desayunos. Cuando regresaban a la casa, su padre, que estaba de vacaciones, les tenía preparado un espléndido desayuno en el porche con bollería, tostadas, café, té y frutas. Ambas lo probaban todo sin ningún remordimiento ya que el ejercicio previo les hacía perder cualquier sentimiento de culpa por su glotonería.
Esos días Amalia no se encontraba de humor para estar con mucha gente. A ratos pensaba que quizás no había sido buena idea ir a Ávera en ese estado ya que todos sus amigos querían verla y ella no tenía excusa posible. Las vacaciones de su padre le habían servido para retrasar alguna cita, pero no para eludirla completamente. A la semana de estar en casa su padre comenzó a trabajar de nuevo y a Amalia aún le quedaban un par de semanas por allí hasta regresar a la Ciudad. Eran justo las dos semanas que prometían ser más interesantes por la llegada de Iván.
Cuando Amalia llegó a Ávera se cumplieron tres meses desde que Marcos se había marchado de viaje. En todo ese tiempo lo único que había recibido de él era un mensaje en el que decía que se encontraba bien. Eso fue a principios de junio, a las tres semanas de su marcha. Desde ese momento, nada. Ella dejó de escribirle y de llamarlo por teléfono constantemente poco después de recibir ese mensaje. Desde entonces, de vez en cuando había hecho alguna llamada y le había enviado algún correo electrónico, pero sin recibir respuesta alguna por su parte. Era como si se lo hubiera tragado la tierra.
Antes de ir a Ávera, Amalia pasó unos días en Colma, sobre todo con la idea de poder hablar tranquilamente con sus amigas. Había muchas cosas en esta historia que le costaba entender y aceptar. Lo que más era el hecho de que, si de verdad sentía las cosas que le había dicho repetidamente durante los meses que pasaron juntos, pudiera desaparecer de esa forma y no necesitara saber nada de ella ni sentirla cerca.
Fernanda la ayudó mucho a entender ciertas cosas. Tras largas charlas con ella pudo llegar a comprender su comportamiento, aunque fuera de pasada. Pero a pesar de llegar a entenderlo era un comportamiento que no aceptaba y que seguía juzgando como negativo. Con esa experiencia, los Amantes habían dejado de ser para ella un ideal al que llegar. Ese comportamiento, más que resultado de quererse a sí mismo tanto como al prójimo, a Amalia le parecía consecuencia de quererse a sí mismo mucho más que a los demás.
Se alojó de nuevo en la casa de Coco y Dani. Coincidió con ellos unos días y después tuvo la casa para ella sola. En ese tiempo le fue inevitable no ponerse a recordar el verano anterior cuando estaba tan entregada a la escritura y cuando, a mediados de julio, justo un año antes, conoció a Marcos en el camping. Con los recuerdos, Amalia vivió en sus carnes la elasticidad del tiempo: por momentos le parecía que acababa de regresar del camping con sus amigas y a ratos le parecía que eso había sucedido hacía muchísimo tiempo. Cada viaje mental acababa de la misma manera: con ella sola delante de la piscina mirando el cielo azul sobre la sierra. Ese verano, igual que el verano anterior, la piscina estaba vacía.
A pesar de que llevaba meses con la investigación abandonada, Amalia aprovechó uno de esos días para ir a ver a Ángeles Barroso. No tenía especial interés pero no podía seguir dándole largas.
No se llevó material ni tenía mucho que contarle más allá de las dudas y los pensamientos negativos sobre si seguir o no con el proyecto. Al oírla, Ángeles se tragó las ganas de regañarla por no hacer de madre. No sabía lo que le había ocurrido pero intuía que ese estado de desinterés, por no decir aversión, por la Ciudad y sus habitantes, era consecuencia de una historia sentimental. Sin querer saber los detalles y sin querer forzarla a nada, le recordó que como muy tarde a principios de septiembre tendría que entregar un informe de lo que llevaba hecho en su investigación para que el comité de becas de RICA lo estudiara. Con poco que entregara le renovarían la beca, pero si no entregaba nada la echarían a la calle. Si ella sentía que no era el momento podría dejar la investigación, le explicó Ángeles, ella era la que elegía seguir o parar. Si en algún otro momento quería retomarla era bastante probable que le renovaran de nuevo la beca, pero para ello tendría que entregar el informe. Si no entregaba nada y no tenía una causa justificada, además de echarla, era muy difícil que la volvieran a readmitir en algún otro momento.
La cita con Ángeles sirvió para que Amalia comenzara a plantearse por qué había querido hacer esa investigación. Qué era lo que la había movido a irse a vivir allí y qué ganaría con eso. En un principio lo que la motivó fue aprender de los Amantes, aprender a ser de esas personas que son felices y que, a pesar de tener malos momentos, consiguen que un estado de bienestar no los abandone del todo. Ella los veía como personas que pasara lo que pasara eran capaces de guardar siempre al menos una pizca de serenidad. Además, quería conocerse más a sí misma. Quería saber si formaba parte de alguno de los tres tipos de Amantes.
Estas fueron las primeras razones que le vinieron a la cabeza. Pero en todo esto había algo que la despistaba: si en un principio había comenzado movida por aprender de los Amantes para llegar a ser una de ellos, ¿por qué todavía no había hecho las pruebas de entrada? Desde aquella primera vez que Jorge se las nombró, no había vuelto a hablar de ellas con nadie. Jorge no le había vuelto a sacar el tema, ni Cristina tampoco. Amalia sabía que eso era una pieza clave, entonces, ¿por qué no las encaraba?
Esa pregunta siguió dándole vueltas en la cabeza durante prácticamente todas las vacaciones. Lo habló con Luisa, con María y con Fernanda. Alguna vez tuvo la tentación de hablarlo también con Cristina e incluso con Jorge, pero sabía que hablarlo con ellos supondría tomar una decisión al respecto, algo para lo que aún no se veía preparada. Cuando Iván regresó a Ávera también habló con él del tema. Fue al único al que no le puso pegas durante ese verano.
A pesar de que hacía un año que no se veían, ambos estaban al tanto de las novedades del otro. Iván sabía que Amalia ya no se veía con Marcos, aunque no conoció los detalles de la historia hasta que estuvieron juntos.
Sin muchas cosas que hacer, ambos cogieron la dinámica de ir a pasear por las tardes a la playa. Entre paso y paso, Amalia le contó su historia con Marcos. Se sinceró con él mostrándole todo su desconcierto y tristeza como no lo había hecho nunca antes.
Iván, por su parte, a medida que pasaban los días se dio cuenta de que se estaba sintiendo especialmente cómodo con Amalia. Pensó que podía deberse a la conversación que tuvieron en la fiesta sorpresa del verano anterior. Por fin habían aclarado algo que llevaban años apartando pero que a veces se les ponía por delante y hacía que la relación entre ellos pasara por momentos raros. Para él estaba todo cerrado y, de hecho, a veces pensaba que el haberlo hablado le estaba ayudado en su nueva relación, de la que aún tenía pendiente informarla.
Impulsado por cierta sospecha sobre cómo podría Amalia recoger la noticia de la existencia de Micaela, Iván dejó pasar los días hasta que ya no tuvo más tiempo. El día antes de marcharse habían quedado para dar un paseo al atardecer como cada tarde. Él siempre la recogía en la casa de sus padres, se dirigían hacia el paseo marítimo y lo recorrían entero hasta la otra punta de la bahía. Desde ahí se divisaba toda la costa de Ávera. Se quedaban un rato disfrutando del paisaje y continuaban el camino de regreso. Cuando esa tarde llegaron al final del paseo marítimo, se sentaron para descansar y contemplar la costa. En ese momento Iván comenzó a explicarle que le había pasado algo que quería contarle. Le habló de cómo había conocido a Micaela y de lo que sentía por ella. A Amalia la noticia le sorprendió mucho. Su reacción le hizo comprender a Iván que no se había equivocado al pensar que quizás no era el mejor momento para compartir esa noticia con ella. A pesar de que trató de disimularlo, a Iván le pareció ver algo raro en el gesto de Amalia y al preguntarle ella hizo todo lo posible por disfrazar lo que sentía de cierta envidia sana por lo que estaba viviendo. En realidad, Amalia sentía tantas cosas mezcladas que no sabía qué nombre ponerle. Por su cabeza pasaba de todo, desde despecho por sentirse engañada por no habérselo contado antes, hasta rabia por la marcha de Marcos y tristeza por no tener a nadie a su lado. Pero aún sentía otras muchas cosas más que no sabía, ni podía, ni quería pararse a analizar. Solo quería que todo pasara lo antes posible.
Al llegar a casa se sentó en el porche. Era casi de noche y sus padres no estaban. No había nadie, estaba ella sola con todo el vacío que sentía por dentro. Miles de frases pasaban por su cabeza pero ninguna le servía para poder animarla mínimamente. No encontraba las palabras que la pudieran hacer pensar que nada era tan importante, ni si quiera ella misma lo era. Podría haberse quedado ahí horas, sin moverse, dejándose comer por los pensamientos que la hacían sentirse cada vez peor si no hubiera sido porque en ese momento sonó su teléfono. Era Cristina. Ahí mismo, sentada en el columpio de tres plazas a rayas blancas y verdes del porche, respondió como si fuera su única salida a la salvación.
A Cristina no le hizo falta saber nada de lo que había pasado, solo necesitó oírla para asegurarse de que estaba muy cerca del colapso. Si era cierto, pensaba, le quedaría muy poco para caer del todo. Desde ese momento ya solo habría una posibilidad: volver a levantarse. Cristina vio rápidamente que nada de lo que decía Amalia tenía sentido, eran todos pensamientos cuchillos que asustaban, pero que en el fondo ni si quiera estaba afilados como para hacer tanto daño. Para quien pudiera observarla desde fuera, las afirmaciones de Amalia eran muy fáciles de desmontar, pero ella aún no tenía las herramientas. Cristina era consciente de que había muchas formas posibles que ayudarían a Amalia a salir de ahí, a superar esos pensamientos que la tenían paralizada y, sobre todo, la estaban haciendo sufrir más de la cuenta. Pero ella, personalmente, solo conocía una: realizar las pruebas de entrada.
Para Cristina ese era, sin duda alguna, el mejor momento para iniciarlas. La decisión final, como siempre, dependía solo de ella.
Para lo único que sirvió poner el despertador tan temprano esa mañana fue para volver a apagarlo y quedarse completamente dormida al momento. No le sirvió nada de lo que había intentado: ni imaginarse que era verano, que estaba de vacaciones o que se iba de excursión. Se despertó una hora más tarde, ya sin tiempo de encontrarse a Abel por ningún lado. El desánimo del primer momento desapareció al pensar que por un día tampoco pasaría nada. Se le ocurrió que incluso podría ser bueno desaparecer un día, quizás eso cambiara en algo la reacción de Abel. Decidió tomarse la mañana con calma y seguir el horario que era el natural en ella.
Después de varias semanas bajó a desayunar con el cepillo de dientes y la pasta en el bolso pasadas las 9. Emilia, al verla, le preguntó sonriendo que si ese era el concepto que ella tenía de madrugar aún más y Amalia contestó explicándole lo que le había pasado con un gesto de resignación. La camarera se rió y se marchó diciendo que había personas para las que no estaban hechas las mañanas. Amalia cogió su bandeja y se sentó en una mesa sin elegirla previamente. No habían pasado ni cinco minutos desde que había entrado en el comedor cuando alguien se le acercó por detrás y le pidió disculpas por molestarla. Era Abel.
Sin darle tiempo a que se planteara conjeturas, Abel fue al grano. Le dijo que había esperado encontrársela por la mañana en el hall, pero que al no verla había decidido probar suerte y ver si estaba en el comedor antes de empezar con los ensayos. Ella pensó que la vida no era justa. Él había decidido probar suerte ese día y la había encontrado a la primera pero ella, de no ser por la ayuda que había recibido, dudaba mucho de haber conseguido coincidir con él esos segundos cada día. La estaba buscando para darle entradas del preestreno de su obra en la residencia. Además quería que le hiciera el favor de hacerle llegar esas entradas a varias personas, entre las que se encontraban Cristina y Jorge. Había más, por si quería dársela a más gente. También había una para ella.
-¿Vas a dejar que esté tan cerca de ti durante casi dos horas? -preguntó Amalia con una ironía que no hacía despierta a esas horas.
-Llevo dos semanas dejando que te acerques a mí, cada día, a las 8:40 -respondió Abel sabiendo muy bien lo que implicaba esa confesión.
En un primer momento, tras oír esas palabras Amalia se indigno. ¡Cómo era posible que le hubiera estado ocultando que sabía lo que estaba haciendo! Pensó que eso no era un juego limpio.
-¿Lo sabías?- preguntó Amalia más indignada que sorprendida.
-¿Pero por quién me tomas? Lo difícil hubiera sido no darse cuenta... -dijo Abel riéndose por su reacción-. Pero si alguna vez hasta te he visto en la columna del pasillo esperando a que yo pasara...
-Yo no he hecho eso -negó Amalia como una niña a la que le echan la culpa de haber hecho algo malo.
-Sí que lo has hecho... -contentó Abel sonriendo.
-Bueno -confesó Amalia-, pero solo una vez. El caso es que me has dejado seguir haciéndolo... -preguntó de nuevo la niña queriendo saber si su travesura no era tan mala como parecía.
-¿Qué querías que hiciera? ¿Qué te impidiera salir a esa hora? -preguntó Abel.
-No, pero sabiendo que yo había cogido tu hora de entrar podrías haberla variado...
-Ya -se paró un momento pensativo-, pero entonces -continuó- me hubiera perdido verte durante esos treinta segundos cada día...